
Levedad, profundidad y las balas que debieron ser invisibles…
El 25 de Agosto del 2011 fue un día que todavía tengo en mi memoria. Y no es que mi cabeza sea un archivero que por colores guarde episodios marcados por día y año, es por la razón que obedece a una serie de dolores caminantes a mis ojos, danzantes a mis oídos, abruptos en mis manos.
Era un día caluroso y de prisa, estaba empacando para embarcarme al día que seguía para un viaje a otro continente. Unos amigos de infancia de mis padres visitaban la ciudad y decidíamos llevarlos a comer cabrito y frijoles con veneno. Estábamos contentos, comiendo manjares y compartiendo historias con una multitud de gente en un conocido restaurant de una famosa avenida de mi Monterrey.
De pronto un ruido de estruendo nos dejó mudos. La costumbre en esos días jugaba con la protección de vida y éramos capaces de saltar a lo bajo de las mesas para “cubrirnos”. Aprendimos a fuerza, aprendimos rápido.
Con la curiosidad que me caracteriza y la valentía que me brota en situaciones de peligro caminé al exterior para entender lo sucedido. Miré al lado izquierdo y divisé una columna de humo larga, densa, oscura, tóxica. Era El Casino Royal.
Todos los comensales atragantamos lo faltante y la petición de notas de caja se clamaban de un lado a otro. Todos, con las piernas flácidas y las miradas agudas lanzábamos las cartas de crédito para una huida rápida. Las casas se añoraban como el más veloz deseo de protección.
Así, logramos salir de un tráfico incesante, de las bocinas de claxon asemejando sinfónicas atarantadas para lograr llegar con llave en mano al cobijo. Ahí, dentro, respiramos tranquilos.
A falta de redes sociales de esos tiempos nuestra única opción de informe consistía en oprimir un aparato largo y negro para que sus botones nos gritaran sucesos. Un atentado, un incendio, un Casino repleto de público atorado en las paredes de lo que antes parecía un convivio alegre. Mujeres, en su mayoría, en un festejo que invitaba a visitar el mencionado lugar por primera ocasión. Si la mala suerte existe, esta fue una de las mayores.
Entre la confusión y desánimo mi corazón se alegraba de que mi círculo cercano estuviera a salvo. A salvo de las llamas y los brincos de valientes a otros techos para poder salvar su vida. A salvo de estar en un sillón de observadora y no de protagonista.
Poco a poco cuando las manecillas del reloj avanzaban, entre noticia y beliz para viaje la confusión se disponía a timbrar en un teléfono.
Mi madre, con su círculo de amigas cercanas, se enteraba que una de ellas se encontraba en el lugar. Sarita, Sara. Y que Sarita llevaba de acompañante a su hija, Jenny. Y que Jenny había pedido a su hija del mismo nombre que llevara unas llaves al lugar resultando que el justo momento de entrega de los fierros sucedía lo más horrendo.
Sara lograba salir, lograba ser llevada por un tumulto de gente confundida a la única salida de agujero y un joven valiente, usando toda su gallardía, empujaba una a una a las mujeres de la fila para sacarlas.
Su hija, su nieta, no pudieron. No pudieron como muchas más. No pudieron porque sus oídos se ensordecieron y porque sus pasos se tropezaron. Las manecillas de su reloj estaban mudas.
Esa tarde no se puede olvidar. No olvido a mi madre tan triste que podían sus lágrimas llenar un termo grande.
No olvido que la ciudad lloraba al día posterior ante el asombro de que por única ocasión los velatorios tenían horarios de llegada y salida, en intervalos, en lapsos. Eran tantas las muertas que no se daba abasto un local de negro.
Nosotros viajamos lejos a la tarde siguiente llevando empacado el dolor y la tristeza. Pero esta nos acompañó, ya que la noticia como reguero de pólvora se instalaba en otros Países. Y cuando mencionábamos México, inmediatamente los gestos de foráneos respondían: cuanto siento su ataque terrorista.
Esta semana una respuesta que ya era verdad a medias nos invadió. Una que llegó de una Corte en Nueva York.
5 de 5 es culpable, no 4, ni 3.
5 de 5 es real, es macabro, es ruidoso.
5 de 5 se formó en resultante de 7 mil. 7 mil MDD.
5 de 5 sabía, 5 de 5 cobraba, 5 de 5 informaba.
Hoy, en este escrito quisiera decirles a todas las familias que perdieron un ser querido en algo que fue mezquino, que me llena de tristeza saber que era evitable. Que lo sucedido tenía un fondo donde no participaban sus hijos, hermanos, padres, madres. Que esta verdad duele mucho ante una parte de la sociedad que pienso, tuvo un golpe grande en la cabeza con el afán de olvidar esos días.
La consciencia se empaca a veces, la consciencia se adapta a las nuevas realidades, a los nuevos ímpetus. Pero si la consciencia no se desarrolla y se evade: ¿Qué será de nosotros?
Porque el disgustarse ante un platillo nuevo no impide aceptar que el que se comía antes era tóxico, grasoso, no saludable. Y ahí está la clave. Ahí está la línea entre tener levedad descrita por Milán Kundera o la profundidad de Antonio Machado.
Por toda esta gente, en señal de honor hoy escribo. Por el que balearon por su espalda en una visita de empaques de chocolates, por los jóvenes que salieron de fiesta y cayeron rendidos, por las miradas de muchos que aguantaron ver cuerpos en puentes, por los que aterrorizados se encontraron en laberintos de tráfico parado en avenidas grandes observando armas de encapuchados, por los que no encuentran, a la fecha, su desaparecido.
Dijo Kundera que “Aquel que quiere permanentemente ‘llegar más alto’ tiene que contar con que algún día le invadirá el vértigo”. Dijo Machado que “Una de las dos Españas ha de herirte el corazón”.
Y ante toda esta reflexión sigo recordando ese día al probar el manjar regional. Y sigo pensando que, la maldad viene envuelta en muchas formas. En este caso, en personas que son de celofán, que lejos están de México, que observan que 5 de 5 no suma 10.
Esas balas eran evitables. Claro que lo eran.
Y la levedad se asoma cada día más y la profundidad se representa sólo en valientes que recuerdan que Monterrey sufrió largas lágrimas un 25 de Agosto del 2011.
Siempre hay alguien que te espera…