Skip links
 
 

La montaña que divisa las torres de control

Los trenes siempre me han parecido poesías vivientes. Desde la preparación previa y el boleto que siempre reza “anden”, El andén, qué palabra tan bella. La llegada a la estación se convierte en película de Casablanca con los pasillos, los mosaicos, el boletero y luego una máquina potente que expulsa humo preparada para darte su comodidad por unas horas. Dentro, cuando todo comienza, el ver por la ventana caminos en cámara rápida, escenas de segundos que hacen que la mente recuerde, haga planes, converse con sí misma. Una poesía completa. Una mecedora gigante.

Hace varios años viajaba constantemente a una ciudad norteña que me gusta mucho. Chihuahua. Por trabajo, acudía con relativa frecuencia. También Chihuahua es muy querida por mí porque mis abuelos cuando tenían a mi padre y tíos pequeños mudaron sus vidas por un tiempo. Así que cuando visito esta ciudad hago honor a la época de jóvenes de mis ancestros. Mi abuelo me contaba del asesinato del empresario Ballina, justo después de Don Eugenio. Me contaba que los días eran lentos, que las frutas eran grandes, que la carne era suave y que el carácter de su gente recio. Con calores y fríos extremos, entendía la formidable adaptación de mis abuelos a todos las situaciones. Y creo que fue heredado por todos. Esos que cuando llueve sacan paraguas, si hace frío, un abrigo, si hace calor, un baño adicional o abanico en bolso, pero no se detiene el andar. Recios. Fuertes. Sensibles.

En 2018, en uno de los viajes de rutina, se me ocurrió darme un regalo. Visitar El Chepe. Uno de los pocos trenes nacionales de turismo. Un trayecto corto, un primer encuentro. Sola. Y lo hice. La aventura comenzó el día de partida del poema a las 6:00 a.m. Hay que madrugar para poder conocer a esta máquina negra con su presentador ataviado de marino y dorado. Tapete grana y asientos tan cómodos que invitan a recitar versos repetitivos. Con comidas regionales y deliciosas, de esas de rancho, de mujer trabajada. Seis horas me tomó llegar hasta Divisadero, entre cambios de vegetación, clima, pueblos lejanos. Para ese tiempo ya había conocido a franceses, ingleses, y una familia completa de Torreón que se convertirían en mi grupo sin saberlo. Todos bajamos en la misma parada. Un pedazo de tierra con piedras asoleadas y dos puestos de gorditas de diferentes guisos. No había nada más. Pero al caminar fuimos descubriendo la montaña más hermosa que mis ojos han visto. Barranca del Cobre. Entendimos porqué no había más adornos en la entrada, entendimos que la barranca se pondría celosa. A esta montaña hay que darle su lugar merecido.

El Hotel, único en la región, es agreste, campirano, rudimentario. Es recio, fuerte y sensible. Sin accesorios electrónicos ni lujos adicionales ofrece lo que es. Cama, baño limpio, calefacción (por su frío nocturno) y mucho café, vino y platillos sencillos. No más. Un horario de alimentos, sillones cómodos de lectura y un guía que ofrece caminatas por todos los senderos ya dibujados. Caminatas largas, de piedras, de puentes colgantes con las vistas más impactantes. Así que mi espíritu de descubridora tenía su tenis listo para empezar esa misma tarde.

-Habrá que llevar agua, zapato cómodo, ropa que cubra el cuerpo en su mayoría. Hay mucha hierva, insectos y se necesitan proteger. También gorro, calcetas, alguna fruta y protector solar-.

 Esas fueron las indicaciones, así que me preparé para salir puntual.

Fueron horas, eternas, entre caminos sinuosos con la finalidad de llegar a la Tirolesa más grande del Norte y el parque natural con los divisaderos volados de cristal. Pero en el trayecto mis amigos internacionales abrían sus ojos como platos extendidos. Tanta belleza. Pero todo momento sublime, muchas veces, se nubla un poco. Algo sucede que llega la mancha o el intento de manchar. Es el bocado perfecto que resbala del tenedor y cae en la camisa blanca de lino. Y nada es lo mismo. Pero soy recia, fuerte y sensible.

En el camino, una pista de aterrizaje perfecta. Bien construido, con torres de control y el equipo más sofisticado. Limpia. Lista para que en cualquier momento aterrizara el avión más moderno. ¿Qué es eso?, ¿Quién puede aterrizar aquí? Preguntaban todos y el guía aparentaba no escuchar. Enfocaba la mirada de todos los presentes a las vistas, pero no se puede tapar sol con un dedo, o con dos, o con la mano entera. Yo me alineé con él y le pregunté si era lo que pensaba. Afirmativo. Esto está tomado por personas no gratas pero tienen pacto con turistas. No los molestan, sólo hacen sus guardias y recorridos para asegurar su éxito de misión. No mires, no toques, no saludes, no platiques. Tu lo entiendes por ser de este país, ellos no. Por eso mi distractor hacia la montaña. Y yo, ¿Seré turista para ellos? Recia, fuerte y sensible.

Llegamos a nuestro cometido pero el recorrido no fue igual. Tratamos en todo momento de pensar en otras cosas pero la alerta ya estaba encendida. Los franceses específicamente estaban pálidos y platicaban entre ellos de los posibles escenarios. Qué se hace en un lugar sin señal, sin comunicación. ¿Acaso el halcón que volaba sería testigo y enviaría un mensaje en caso de que se ocupara?

De regreso al Hotel y con puertas cerradas todo cambió. La camisa de lino fue lavada y podíamos comer sin temor a mancharnos. Al día siguiente partiríamos al siguiente pueblo y observaríamos otras pistas, otras torres, otros guías. Pensé qué un adjetivo es perpetuo hasta que no se demuestre lo contrario. En su ciudad yo no cuestionaría si es inseguro conocer Trocadero, ni los Campos Elíseos, porque lo que de adjetivo tiene es de belleza y perfección. Nuestro adjetivo es cuidado, cauteloso, estratégico. Siempre. Así crecimos y así vivimos. Con las montañas más hermosas encuadradas por pistas de avioncitos y por cautelas aprendidas. Sabores aprendidos. Usos aprendidos.

Hoy los franceses están contentos en su ciudad. He mantenido contacto con ellos y me encanta que a pesar de todo, recuerdan ese viaje con alegría. Recuerdan que leyeron viendo el Divisadero, que comieron las comidas más simples y deliciosas y que el vino era digno de concurso. Que la montaña los abrazó siempre y que las charlas nocturnas las disfrutamos con chimenea prendida. Pero siempre me dicen las mismas palabras de despedida: cuídate. Cuídate siempre.

En mi escrito pasado yo quiero mi Mata Mua. No sé si esto pueda hacerse realidad ante un panorama que si fuera galleta, estaría mal mordido, con virutas por todos lados y con el chocolate derretido. Y hay galletas que no puedo probar, ni comprar, ni adquirir. Y son tan amargas que aunque regaladas fueran, las dejaría de lado. Pero en México se comen galletas. Y ya está. Ojalá las cajas tuvieran más misericordia de nuestra realidad.

Pero la belleza no se puede erradicar, está pegada con la tierra. Y las noches frías de Divisadero son un espectáculo. Los ruidos de la noche son un soneto y las mañanas un ritmo de pájaro carpintero en la ventana. Y el café es recio, y el desayuno fuerte y las caminatas, sensibles.

Deja un Comentario...