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El jardín de niños que se divisa como parque…

Me considero disfrutadora de vida. Ese adjetivo auto – adjudicado lo pongo en marcha cuando posiciono mis recuerdos a danzar en momentos que visitan mi mente, que atacan lugares, que gritan un pasado.

Si bien, el pasar de los años va acumulando también momentos tristes, ellos me recuerdan que en la vida todo es así. Es balanza de instantes, promedio de letras, división de épocas. Los momentos de recuerdos alegres deberían de figurar en la Constitución. Un artículo que casi obligue a los adultos a rodear de sonrisas a los pequeños. Un mandato que señale que nosotros podemos crearle a esos seres tan indefensos, tiernos, imaginativos capturas de vida para que en su crecer de vida, en lapsos específicos, hagan el mismo ejercicio con los que siguen.

Declaro hoy que a todas las personas que ayudaron a que mi niñez fuera divertida, diversa y feliz se han ganado un lugar en pedestal y que hoy, si puedo hacer algo por ellos, adultos mayores que son, lo haré. O más bien, lo estoy haciendo.

Esta semana el espejo de recuerdos llegó muy hondo por dos eventos que para otros pudiesen ser triviales, pero para mí fueron importancia sublime.

El primer evento fue una exposición a la que fui invitada y que fui testigo de fotografías de un proyecto denominado Parque Mississippi. Localizado en San Pedro, en el corazón del municipio, ese parque fue tan importante para todos los que de niños lo visitábamos. El fotógrafo digno de Premio capturó momentos de ese pedazo de tierra antes de ser remodelado como hoy está.

El Parque de Mississippi tenía juegos de fierro, un cohete emblemático y una pista de patinadero grande donde todos nos sentimos protagonistas de la película Castillos de Hielo. Los columpios tenían partes oxidadas casi comparables con obras contemporáneas que hoy vemos en galerías privadas. En ningún momento dudábamos de subir y columpiar el vaivén y en mi saber nadie fue contagiado por tétanos. El miedo no nos envolvía.

Al medio tiempo del juego grupal los niños solos salíamos a comprar jícama con chile a un señor al que bauticé El Jicamero. El nos contaba historias mientas con una brocha untaba del tamarindo rojo a la verdura blanca de almidón para que después lanzados en el césped degustáramos dicho manjar. El carretón era de madera con cajas de cristal donde también había tamarindos ácidos caseros sin marcas y limones cortados con no se qué artefacto que impedía su estado de descomposición. Nunca enfermamos.

El Parque de Mississippi fue morada de las piñatas de muchos, de celebraciones de Abril, de premio de colegios ante alguna campaña bien gestionada por planillas donde se concursaba solo para poner en práctica la creatividad y el trabajo en equipo. Repito, el parque era un premio, un gozo, una carcajada de dientes con frenos plateados.

El segundo evento fue impresionante. Una visita a un local nuevo remodelado donde la escultura y cerámica es la reina de las artes. Al llegar al número indicado de la calle Missouri (cerca de Mississippi) traté de que mi mente no se fuera delante de mi emoción. Algo sentí al momento de abrir la moderna puerta del recinto blanco y minimalista. Caminando por sus cuartos mi mente comenzó a enviarme ondas magnéticas con escenas de mi niñez en el jardín de niños. Indagando supe que mis pies estaban en el mismísimo lugar donde yo había estudiado desde pequeña. Mi jardín de niños, mis risas, primeras travesuras, dibujos, loncheras y recreos de ronda de “lobo lobito estás ahí”.

Para llegar al kínder, mi madre hacía siempre la misma rutina. En una camioneta blanca y diferente me ponía en el regazo mientras ella manejaba en una Calzada del Valle casi vacía. Así yo, desde pequeña, presumía que sabía conducir. En la rotonda ella tocaba el claxon para que un hombre mayor saliera con los submarinos marinela de chocolate. Venía hasta la ventanilla y ahí la transacción de negocio se manifestaba. Así yo, llegaba con mis amigos para aprender a leer, a escribir, a jugar con arenas, a contar historias de terror en el patio trasero en recreos y a jugar a las sillas en las mecedoras externas. Juro que me observé a mi misma en el momento de conocer la historia de la cerámica.

Ahí yo tuve mi primer descalabro, mi primer accidente en el cual tuve que someterme a que cosieran mi párpado en un hospital muy blanco con nombre de santo. Ahí yo aprendí a invitar amiguitas a casa para jugar con juegos de té y recibir invitaciones de vestido y moño de seda. Ahí supe por primera vez que si no se hace caso al adulto se puede reprimir con un castigo leve, el cual consistía en que me llevaran a la cocina de la casa – escuela y me sentara en una silla a mirar un muro. Más tarde mi maestra sabría que la señora que preparaba las comidas me daba un poco de arroz a medio hacer, estilo risotto y que yo lo disfrutaba tanto que en mi mente estaba el dar con la acción de volver a cometer algo digno de ese plato suculento sin hacer tanto daño. La maestra supo de mis planes y a partir de ahí, la sopa de grano no volvió a servirse. Pero desde esa edad supe de lo que significaba la complicidad, la lealtad y el hablar honesto y de frente.

Esos dos eventos acontecieron esta semana. Dos con los cuales reflexioné sobre lo feliz que fui de niña. Jugaba en la calle con vecinos, atrapaba renacuajos en los ranchos de familia, me resbalaba de la bici y aplicaba el merthiolate rojo de forma tan habitual que ya una caída más no importaba.

Pero pienso en esos dos eventos a la época actual…

El episodio del Parque sería como una escena de serie de Netflix. Imagina mi lector, un niño actual con un columpio oxidado, una jícama sin  empaque con código de barras, un patinadero donde caíamos muchas veces hasta que los moretones se asomaban. Hoy, no se podría disfrutar de un parque libre, sin peligros, sin demandas ni marchas de padres en las calles para pedir la instalación de cámaras, circuitos, vendedores certificados y con contaminantes bien equilibrados. Hoy el jicamero usaría uniforme y food truck con nombre en inglés estacionada en un terreno lejano.

El episodio del Kinder sería visto como cuento de libro de ciencia ficción. Mi madre estaría en la cárcel por no usar el cinturón del carro y llevarme en su falda, el señor de la tiendita sería atacado por asaltantes cuando dejara sus productos solos por llegar a mi ventanilla y mi maestra…mi maestra, estaría demandada en Derechos Humanos por castigar en un cuarto con fogones prendidos donde regalaban comida que no cumple el grado estricto de certificación de las normas internacionales.

Los cambios que se observan hoy, casi inverosímiles, cambios que alteran una libertad de niños tan importante para un crecimiento de mirada optimista.

Hoy todos los que vivimos en reglas tan laxas y sin malicia estamos bien. Somos productivos, empáticos, confiados, aventados en un mundo que pone trampas diariamente. Hoy todos los de mi generación mantenemos cicatriz de bicicleta que nos recuerda que las calles eran pistas seguras para usarse.

Hoy observando hacia atrás hago consciencia de la importancia de regalar en un mundo distinto al nuestro los mejores momentos a los niños. Y a los que nos ayudaron en nuestra niñez a tener memorias, el mayor de los respetos.

Y al jicamero también le envío mis recuerdos. Porque hoy en el parque remodelado y moderno, ya no está. Hoy su lugar lo cubre un parquímetro con ticket de multa en el parabrisas del carro que no encuentra lugar para estacionarse.

Hoy el columpio es de material finito y las plantas de proveedor acordado. La pista de patines ya no existe y los niños tienen que buscar qué película recrean en un nuevo hábitat, uno moderno de luces nocturnas espectaculares.

Hoy mi maestra Chela está en asilo consciente de la importancia que tuvo en las vidas de niños y niñas que se estrenaba en un nuevo municipio tranquilo. Hoy seguro observa las fotos de todos en nuestro festival de fin de cursos.

Y cuando en mi casa hay sopa de arroz recuerdo la complicidad y el divertimento de esa época.

Siempre hay alguien que te espera…

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