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Cancún estaba despoblado…

En estos momentos que me lees, lector, estoy viendo el mar más turquesa. El de orgullo, el de nosotros. Un lugar que hoy está tan atestado de edificios que si un alfiler quisiera entrar, estallaría. Pero hace muchos años, muchos, esto estaba vacío.

Corría la época de nuestro jerarca Echeverría, uno recordado por su mano larga, pistola fría y descontrol nacional. Mi Padre, que siempre estaba en contra de las almas oscuras, decidió llevarnos a lo que prometía ser el máximo desarrollo turístico del futuro. Antes de que el oscuro tome las tierras, nosotros conoceríamos lo nuevo. Pocas personas aceptaban esta aventura que Vallarta y Acapulco ensombrecían. Y nos fuimos a un lugar que tenía piedras, pirámides, aguas azules más azules que lo azul mismo y arena blanca como talco de comercial de bebé.

La forma de llegada era con escalas. El aeropuerto local era tan pequeño que las rutas que dibujaban el cielo no alcanzaban para hacer un solo trayecto. La gente local, tan sonriente, tan inocente, sin siquiera digerir que en su futuro llegaría un nudo de gente de miles, con las tiendas de apellidos italianos y franceses y los filetes de res y langostas traídas de extranjero.

Nosotros gozábamos algo nuevo. Cancún, en esa época, contaba con máximo siete hoteles. No más. Sencillos, con abanicos de techo y kilómetros de playas vírgenes que reflejaban hasta el más mínimo brillo. Y así abríamos la puerta a una vacación nueva, de descalzos, de cultura escrita con signos. Conocimos de cerca la construcción de la que sería la primera plaza comercial. Caracol. Después de eso, no había nada. Tiendas en un centro casi vacío que se enaltecía de tener las marcas de perfumes parisinos y la ropa traída en barco. Ahí conocí, a mi corta edad, que el aroma de una mujer tiene que ser pulcramente seleccionado. Que se prueba en la muñeca, cuello, codo. Y mi primera botella ámbar de lujo fue adquirida por mi Padre.

Esta aventura también hizo que mis pies conocieran la sensación de caminar sobre el cielo. Arena tan fina que los mismos pies no entienden y que se quedan empotrados como si nos apoyáramos en un sofá de piel inflamado. Vimos las primeras manta rallas y peces tan extraños que la decisión de permanecer en agua era de aplomo. Luego la misma manta ralla nos otorgaba su amistad y nadaba alrededor nuestro sin siquiera tener la mínima amenaza.

Por primera vez supe lo que era subir una Pirámide, o más bien, qué era una Pirámide. La voz de los guías cantando las historias Mayas y las leyendas nos mecían en un ritmo diferente. Cancún, tan vacío y tan lleno. Tan de antes y de ahora. Conocí el chile habanero. Y no fue en una mesa puesto de adorno, fue de picor accidental en una comida que recuerdo como un infierno en mi lengua que tuvo que ser apagado con leche en vaso. También en esa expedición aprendí que la cebolla morada se cura, que los platillos de Mérida tienen más exquisitez ninguna y que cuando un lugar es nuevo son pocos los que se atreven.

Cada año regresamos. En familia, o con amigos, o amores. Pero las mismas fotografías que se tomaban en una piedra negra y mar infinito se fueron transformando en motos acuáticas, construcciones modernas y tiendas departamentales. Cancún ya no es lo que fue. Cancún es una señora que envejece jovial pero que advierte la edad. Cancún ya no canta en silencio en las noches, en su lugar un barco pirata lleno de alcohol grita desentonada en una bahía oscura.

Yo espero que las estrellas no se vayan algún día. Que decidan quedarse y no se pongan celosas de los letreros luminosos de tiendas españolas con nombre de mujer. Que sepamos valorar y cuidar lo que un día fue la tierra de hombres cortos y recios que erigieron pirámides para que hoy puedan, en sus faldas, vender bloqueador solar del 50.

Que los platillos no se deformen con vinos de cereza ni camarones con pan. Que la laguna siga dando casa a cocodrilos mansos y que las edificaciones no tengan que pagar, como de costumbre, en divisa en sobre que pasa debajo de mesa. Pero es mucho pedir. Creo que en mi País el sólo hecho de permitirte ver de nuevo turquesa y nadar con la manta ralla es un privilegio. Ojalá sea Cancún más de nosotros. No de otros. Y que Echeverría sólo se recuerde una vez al año por su mano larga y su colección de tierras desconocidas que hoy visitamos.

Que mi memoria recuerde que siempre hubo un Cancún despoblado…

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