Las sillas, Montecarlo y Checo Pérez…
Siempre me ha gustado fotografiar momentos en mi diario avanzar de vida. La fotografía en mi opinión, es la caja que encierra la memoria de un impulso que hizo activar un botón. Alguna imagen, persona o situación hacen que busques el artefacto y rápidamente coloques el lente para disparar. En mi caso lo hago con el móvil. Trato de ajustarme a esa leyenda urbana de una entrevista que se hizo a alguien famoso de este arte en la cual preguntaron qué marca de cámara usaba. El famoso contestó: -eso no importa, es el ojo de la persona. O… ¿Acaso preguntas a un gran escritor qué marca de máquina de escribir usa?-.
La imagen que estás viendo y que enmarca este escrito me dispara ese momento. Hace tres años visité Niza, La Bella. No era mi primera vez ante la belleza monumental de una ciudad que fue el retiro de grandes para vivir en paz sus últimos años. Matisse y Chagall entre otros decidieron que esa área del mediterráneo sería lo que sus ojos verían por última vez. Y los entiendo. El mar azul, las ciudades pequeñas aledañas llenas de calles empedradas, vistas de paraíso, comidas exquisitas y el trajín de lujo de artistas, festivales, fiestas.
Existen dos formas de beberte esta ciudad. La primera, entrando en ese círculo que provoca comprar mojitos de 20 euros o la segunda, la más apacible, la de relajarse en quietud, visitar museos, descubrir artesanías, olfatear nuevos perfumes de taller silencioso, comer en la informalidad de bocadillos exquisitos, bañarse en sus playas sencillas sin marcas de diseñador y observar la vida de diario de sus habitantes. Yo apunté a la segunda.
Por las tardes en la hora dorada habitantes locales ponen sus sillas en su famoso Promenade des Anglais dando la espalda al mundo, viendo al infinito océano. Pasan cerca de dos horas así, con su silla azul y amigos charlando sobre el día que está por terminar. Risas, miradas brillantes, atuendos sencillos de lino y algodón que buscan que el mundo que está detrás se quede ahí, justo ahí, detrás.
Una tarde cuando terminaba de nadar en mar, con el cansancio que un día de sol confiere, caminaba por ahí. Observaba, miraba, trataba de entender lo maravilloso que sería pasar temporadas en una tierra apacible que carga con una historia complicada. Niza en algún momento perteneció a Italia. Antes de esto, a otros Imperios. El famoso Garibaldi nacía y crecía ahí antes de la unificación del País de la Bota y fue después de su lucha que pasaba por decreto a pertenecer a Francia. Recuerdo que reflexionaba sobre lo curioso que sería nacer en un País y tener pasaporte con un símbolo y en pocos días se tornara distinto. Garibaldi, nacido en Niza es italiano. Y toda esta historia de identidad volaba alrededor de mi mente cuando de repente advertí estas personas. Tuve que parar y observar la escena. Gente de espaldas al mundo, felices, platicando y riendo y me pareció un momento digno para accionar botón. Lo hice. Al terminar observé que uno de los sentados me miraba y tuve que acercarme, porque el respeto es un acompañante que siempre empaco en los viajes.
Al acercarme me preguntaba cómo había salido la imagen. Fue tan cómico y el tan sencillo que decidí sentarme en la silla que me ofrecía. Ahora yo estaba de espaldas al mundo dialogando con tres hombres en sus sesentas que me mostraban sus historias. Oriundos de ahí, con antepasados italianos. -Pero nosotros somos Ítalo – Franceses-, me dijeron.
-No podemos renunciar a nuestro pasado, tomamos expreso, amamos la pasta, hablamos con las manos y sabemos que de aquí salió con 1000 camisas rojas un guerrero que ayudó a que Italia sea lo que hoy es-. Ahí permanecí un buen tiempo, el justo para reírme a carcajadas y hacer una de mis cosas favoritas: contar historias. Aunque eran extraños, compartíamos algo: una silla y la capacidad de dar la espalda. ¿Qué no es eso suficiente para sentir confianza? Así que comencé a contar la más impactante que a mis 21 años podía pasarme, en esa tierra, casi a un lado de la silla azúl, en la ciudad que ha visto a México como campeón de la F1. Mónaco.
Viajaba con un grupo extenso de amigas por término de estudios y era la primera vez que cruzaba mares. El gozo de conocer el continente que pasa de siete horas era algo único. Entre las ciudades del recorrido, Mónaco. Mi impresión de esta Roca estratégica de ciudad con un Baile de la Rosa y su Casa Real es diferente de la de muchos. Mónaco para mí es el sistema más complejo de vivir en la irrealidad de un mundo diferente, absurdo, con viviendas pequeñas pagadas con cantidades abundantes de oligarcas Rusos y con la imagen de falsedad de relojes y carros rojos con caballos. Pareciera que están alejados de una realidad que sacude, que no embona. Punto y aparte. No es mi estilo, pero la visita oportuna es magnífica para hacer consciencia. Tenía 21 años y con pasaporte en mano y vestido violeta visité junto a todas el famoso Casino de Montecarlo. A manera de tour, para conocer, para entender. El edificio es una joya arquitectónica con el aire acondicionado más helado que he sentido. La bienvenida nos decía que de 21 podíamos también si decidíamos, jugar en una sección, en silencio, con elegancia, discreto, eso no era Las Vegas. Y así lo hicimos. Cambiamos francos por monedas y elegimos las máquinas que nos atraían por intuición. Y ahí estaba yo, moneda tras moneda sin que la máquina gritara. Gasté el equivalente a 20 dólares cuando rendí mi impulso y preferí caminar por sus cuartos. Un caballero en esmoquin me observaba y me regaló 5 monedas que puso en mi mano. Yo tan ingenua decidí usar la máquina junto a él y en la moneda 4…la moneda 4…777.
La máquina detuvo su funcionamiento y unas luces rojas prendían sin sonido. No es Las Vegas. No. No hay gritos, ni música, es Mónaco, elegante, discreto, absurdo. Mis amigas corrieron alrededor mío y el ambiente ya estaba de Festejo cuando un hombre casi tan parecido Tom Cruise llegó callado conmigo. Has ganado. Y no es una cantidad baja de dinero. En ese justo momento el hombre que me regaló las monedas saltó de su asiento y en su francés gutural y credencial de members only le arrebataba el papel reclamando lo que “era suyo”. Fue la discusión más incómoda para una mujer de 21. El casi artista encargado del Casino me miraba con tristeza y con apoyo, dialogó con el hombre de monedas a solas y la conversación final se apoyaba en que ese preciso hombre, poderoso, amigo de Príncipe, visitante asiduo, empresario y con mirada helada tenía que llevarse la cantidad. ¿Quién era yo? Una mujer con vestido violeta. Sin afán de hacer un mercado de discusiones lancé mi dado negro al hombre del esmoquin: -Tú me diste la moneda, pero yo la hice ganar. Fue mi mano, no la tuya, así que aunque venga Alberto, Carolina, Estefanía y Grace, yo gané. Y mis volantes de gasa violeta no saldrán del edificio hasta que me digas la resolución-.
Su mirada helada no pudo ante mi vestido y solucionaba dándome una parte. Accedí. El ambiente ya estaba tornándose estilo Agente 007 y no quería que su esmoquin caminara detrás de mí estilo Casino Royal. Antes de abandonar el edificio marca capitalista de azar le dije: -Espero que este dinero no lo uses para comprar medicinas-. Fue lo más cruel que he mencionado a un extraño, pero el enojo ganaba. De ahí, llevé a mis amigas a cenar, compré regalos y traté de que cada franco se gastara antes de volver. No quería mezclar ese dinero tan sinsabor con el que comenzaría a ganar por mi trabajo.
Esta historia tenía a los de sesenta en sillas atónitos… ¿Quién sería el caballero? Y comprendí que la curiosidad es universal y el saber el apellido de los errantes es dato de importancia.
Las sillas azules siguen en Niza, ahí están, cada tarde, repletas de personas que hablan y escuchan, escuchan y hablan a turistas curiosas que más que un Martini buscan un diálogo. Turistas que toman una foto y convierten el momento en horas de plática. Turistas que usan la intuición para distinguir el bien y el mal. Ella, la que palpita el corazón advirtiendo riesgos o dando luces verdes y que se ha convertido en la mejor compañera de viaje y que hasta hoy ha sido atinada y filosa. Ella que únicamente falló en un Casino de una ciudad ficticia que ni impuestos puede pagar pero que logra entonar nuestro Himno Nacional para premiar un buen ganador.
Y yo espero que ese dinero no se usara para medicinas, y que los ojos helados se convirtieran en tibios, que la sonrisa de Tom Cruise recuerde a una mexicana con volantes violetas que supo defenderse hasta el final. Una que hoy ante una noticia recuerda tanto ante una sola imagen.
La fotografía desata recuerdos, siempre recuerdos. Y a veces dan la espalda al mundo.
Siempre hay alguien que te espera…