
Cuando un Museo se traduce en El robo del siglo…
Mi primera visita a un museo sucedió cuando era muy pequeña en un viaje a la capital. Antropología era su nombre y yo sólo recuerdo que vi piedras, muchas piedras. Junto con mis hermanos yo entraba cual majestad por una puerta de vidrio y agua de la mano de mis padres para entrar a un recinto digno de película y olor a nuevo. Sólo recuerdo eso.
De los demás museos en el mundo yo me encargaría en plena facultad mental y libertad de decidir pasarme horas en lugares que muchos sólo marcan por pauta turística. Mi responsabilidad ha sido decidir que esos lugares me inyectan lo que a otros los bares, restaurantes y fiestas desveladas.
Las piedras que recuerdo, por así decirlo, son tan importantes porque regalan la visibilidad de un pasado, de un cimiento, de una estructura que antes erguida estaba y hoy, de recuerdo reza. Al fin y al cabo, cada piedra estuvo en un lugar fijo y pared fue y hoy podemos recogerlas con las manos. Las piedras son historia, historias. Luchas, sangre, guerra, paz y mucha paciencia para contener lo que se desmoronará delante.
El Museo de Antropología en México es un contenedor de historias, pasados, relatos, muertes, intercambios y sobretodo, contenedores de objetos fúnebres. Con su recorrido podemos conocer los pasos de los de antes, las pisadas de los que lucharon inventando sus formas de vida rudimentarias adornadas de jade, barro y mucho oro.
Con su paseo podemos entender el impacto de nuestra cultura en el mundo siendo objeto de deseo, de envidias. Las plumas de penachos hoy europeos, los jades pulidos hoy en casas de coleccionistas privados, los oros brillosos en subastas de Londres.
Lo cierto es que algunas personas al conocer las historias de saqueos, sangre, coraje y mucha ínfula para demostrar las debilidades de gobiernos actúan como flor de cerezo en jardines pacíficos. Lo hacen motivados por pensamientos y a veces, para demostrar los fallos y dejar en ridículo a instituciones que se venden formales y rectas.
En 1985 y después de la tradicional cena de Navidad dos estudiantes de la ciudad de México ejecutaron un plan perfecto que contendría herramientas rudimentarias para ingresar al Museo de Antropología. El plan dictaría el robo de ciento cuarenta piezas de gran valor para la nación y el mensaje de despecho, de cuestionar si lo robado fue antes robado y sobre todo, por la filosofía de demostrar vacíos.
En ese entonces y por esas fechas los museos no pertenecían a la gran élite protegida de un país que sólo contaba con policías en turnos quebrados evitando inversiones en infraestructura.
Así, una noche navideña después de degustar un delicioso pavo y romeritos, Carlos Perches y Ramón Sardina llevarían a cabo su plan. Lo llamarían El robo del siglo.
La maqueta del momento a fraguar la pensaron en una visita y observaron lo que muchos no observan. Ausencia de cámaras, poca seguridad, elementos de cuidado pegados con un simple silicón, clavos endebles de protección y gran vislumbre de piezas de pequeño formato que serían parte del lote robado.
Con herramientas compradas en las tiendas de la esquina ambos llevaron su mochila de tela en la espalda y mucho ingenio para cruzar las puertas oscuras y con toda la calma poder sustraer una a una de las piezas. Fue un robo consumado.
Ambos pertenecían a familias en las que la privación de riqueza no existía y sus padres eran hombres normales con trayectorias bien hechas. Así que un robo por dinero, no era.
Cuando salieron del museo comenzaron a planear qué hacer con las piezas robadas. Visitaron las ruinas de Palenque para encontrar a un contacto que los llevara con un coleccionista de nacionalidad inglesa que vacacionaba largos períodos en Acapulco. Así que sin más y con el vehículo que habían tomado prestado, se avecinaron al bello puerto. El coleccionista comenzó a mirar las piezas y quedó asombrado de saber que dos simples muchachos podían haber irrumpido en el gran edificio. No hubo precio para tales tesoros, no se podían comprar. Si se comprasen y fuesen exhibidos en su blanca casa cualquiera podría advertir que eran las robadas y él no quería problemas.
Después de ese episodio de sala lujosa se dirigieron a un bar donde la dueña traficaba con drogas o polvos blancos, por lo que los nombres de los chavales se verían envueltos en ese escándalo. Así que en la capital la policía comenzó una investigación por tener el indicio de los dos envueltos en drogas con ciento cuarenta piezas. Qué historia.
De regreso a la capital, los dos amigos pensaron qué podrían hacer con el tesoro. Los padres de ambos habían sufrido consecuencias, uno con una enfermedad que lo llevó a la misma muerte y otro con la vergüenza de que su descendiente hubiera cometido un quebranto contra la nación.
Pero los ladrones regresaron al lugar de los hechos como siempre se dice y quedaron atónitos al palpar que el museo estaba repleto de visitantes. El robo había causado tal polémica que tuvo record de visitas porque la gente quería observar con sus ojos los lugares vacíos sin las piedras y joyas. Porque uno nunca sabe lo que tiene hasta que lo ve perdido, dicen.
Así que tomaron una decisión después de observar los miles de visitantes pensando que también era buena idea de que admiraran las piezas juntas. Entre un arrepentimiento a medias al día siguiente regresaron y comenzaron a sacar las piezas originales dejándolas a un lado del lugar original.
Al hacerlo fueron observados por policías que los perseguirían para detenerlos y llevarlos a juicio.
Ellos cumplirían su condena y también se verían reforzados de su acto al saber que por primera vez habría un presupuesto millonario para seguridad en los recintos de cultura mexicanos. Lo había comenzado Miguel de la Madrid y concluiría Carlos Salinas.
Un robo absurdo para muchos, significativo para otros. Cualquiera que hubiese sido el real motivo, ellos enseñaron el vacío que se provoca y la atención al mismo. La intriga de lo dañado, el morbo de lo que había, la risa de la astucia.
Hoy recuerdo ese incidente por un filme que lo retrata y que protagoniza Gael García Bernal. Hoy conocí la historia que me disparó mi recuerdo de la mano de mi padre tomando la mía pequeña para entrar a un cuarto donde más tarde un par de dos se llevaría muchas piedras con jade y oro.
Hoy doy memoria a las historias que siempre tienen padres encima, a los que mueren de vergüenza por actos de hijos, a los que dañan reputaciones pero siguen amando a sus críos.
Hoy recuerdo que mis piedras son dos que formaron un par que no robaron un museo, más bien ellos, con su caminar, formaron el suyo propio. Y yo formo parte de él.
Siempre hay alguien que te espera…