Un incendio es un temblor…
La semana pasada conversé con un cliente de esos que hacen que las palabras se eleven, las ideas fluyan y las hipótesis filosóficas se presenten. Entre charla y plática surgía en mí la curiosidad de preguntarle…Si tu casa se incendiara, ¿Qué objeto salvarías? Con esta pregunta y su respuesta es casi posible definir la personalidad, gustos, apegos de alguien. ¿Alguna vez lo has pensado? ¿Qué salvarías?
Y en mi trayecto de regreso reflexioné sobre las veces que esta pregunta se ha hecho a algunas personalidades. Yo recordaba dos, a Mario Vargas Llosa, escritor y Premio Nobel el cual contestó que sería su libro Conversaciones en la Catedral. El más complicado de leer de su autoría, largo, pesado, escrito a 5 voces, enredoso pero fascinante. A él le había costado parte de su cerebro e investigación así que la decisión era fácil.
A Octavio Paz, en vida, se le hizo la misma pregunta. El respondió que rescataría su biblioteca. Creo que vaticinó el evento ya que en un invierno frío la noticia en vivo que dictaba Jacobo Zabludovsky en el Canal 2 eran las imágenes del fuego devorando la casa de nuestro único Nobel de letras. Octavio Paz no se recuperó de tal evento y fue ahí donde su muerte poco a poco comenzó a gestarse.
Mi cliente tan práctico respondió. –Mi pasaporte.- Con ese librito verde puedo demostrar quién soy y abrir las puertas para los trámites que comenzarían ante la destrucción masiva de mis objetos. El decidió apostar a su identidad.
Yo no sé hoy qué salvaría, pero lo que sí puedo decir es que en algún momento en mi pasado el imprevisto no fue de fuego, sino de movimiento. Temblor.
Era 1996 y me encontraba en mi trabajo feliz de enseñar y educar a nuevas personas en una empresa telefónica nueva, una de las cuantas que quebraban el monopolio en México. Así que los viajes se convirtieron en una tarea rutinaria pero suculenta. Disfrutaba desde la preparación de filminas, la logística de hoteles, las invitaciones claras y mi alegría que se redondeaba en una maleta azul. Y en esa ocasión todo era más hermoso, todo era más placentero porque la educación tendría vista al mar en una playa de occidente de nombre Vallarta. Así que mi maleta tenía lo justo para ir y regresar en tres días pero con utensilios textiles que invitarían al festejo de la culminación de un evento de pies parados por más de doce horas. Y mi aventura laboral comenzó y finalizo como estaba planeado. Y de premio celebraba con un buen amigo de Jalisco y su familia en una cena con vino y risas y después de la formalidad, los dos a una discoteca en la que la pista se notaba repleta y las luces transitaban. Una desvelada fuerte me llevó el festejo pero al llegar al hotel me dispuse a descansar en lo que sería la antesala de un día libre que había planeado.
A la mañana siguiente, bañándome yo y con las burbujas blancas del shampoo de bote pequeño comencé a sentir que algo se movía fuertemente bajo mis pies. A punto de resbalar de la bañera comencé a pensar de forma inmediata si la única copa de vino tomada una noche antes tenía efecto. Pero no, eso no bastaba para el mareo tan extraño que sentía. De pronto el teléfono fijo comenzó a sonar y gracias a esa idea tan magnífica de ciertos hoteles de tener extensión en baño me salvó literalmente la vida. Era mi amigo. Con una voz temblorosa, alta, palpitante gritaba: -¡Salte del cuarto ya, está temblando muy fuerte, se están cayendo hoteles y la Catedral perdió su corona!-.
Se están cayendo Hoteles y la Catedral perdió su corona. Y yo en la bañera, con burbujas blancas pensando que si una corona tan grande y robusta había caído, qué me esperaría a mí.
Tomé el albornoz, cerré la llave de agua, me puse mis zapatos, tomé mi bolsa personal, la computadora de la empresa y el libro de El Conde de Montecristo (lectura de ese momento). Alexandre Dumas no tenía la culpa de que mucho tiempo después de escribir su obra temblara en un continente que él nunca conoció. Y esos eran mis objetos salvados.
Así bajé de un piso tres y cuando enfrenté el vaivén de las escaleras de piedra sólo podía escuchar gritos de personas de otros pisos que hacían lo mismo que yo. Ya en la planta baja observamos el mar, enfurecido, recio, gritando, volteando la espuma como si fuera rabia. Yo no podía creer que algo tan azul se convirtiera en algo tan negro.
Ya terminado el evento y después de el tiempo reglamentario nos dieron autorización de regresar a las habitaciones. Pero mi oído agudo alcanzó a escuchar la palabra réplica. Las réplicas, tan macabras como las primicias, tan repetitivas como los festejos diarios.
Así que esta vez mi enjuague de burbujas y preparación de fuga duró no más de 10 minutos. Y caminaba después de esto al lobby del hotel para adelantar mi regreso a la ciudad que por lo menos me ofrecía, hasta ese momento, una estabilidad que escudan las montañas. Mi amigo llegó corriendo para contarme que el Hotel Vidafel había colapsado, había muertos. Que otro más había cobrado víctimas que decidieron saltar hacia la alberca de pisos altos y no habían calculado los centímetros. Víctimas de pánico, ciegos en su álgebra. –Llévame al aeropuerto porque no quiero estar donde una corona colapsa, le dije-. Y así lo hizo.
Por la noche mi vuelo de la ya extinta Mexicana de Aviación me regresaba a mi hogar Llegaba completa, sana y salva y con el libro de Dumas en las manos después de haberlo leído de forma frenética en el asiento de pasillo. Prefería pensar en una cárcel de piedra que en un cuarto de hotel donde el candil se movía al vaivén de la madre tierra y el mar mostraba las fauces más sedientas.
Pero eso rescaté yo, y muy similar a Vargas Llosa y Octavio Paz decidía dentro de lo rescatado que fuera un objeto con páginas dentro. Uno que salva y evade en los momentos en que la tierra decide temblar.
Y un incendio es lo mismo de temblor, consume de diferente forma, agiliza la mente o la paraliza ante los hechos que sucumben cuando la naturaleza ya no aguanta más.
Y tú mi lector…¿Qué rescatarías?