Si Pinochet estuviera de mal humor, la jarra de cristal se rompería…
Era 1994 y en México ocurría un gran Error. El de Diciembre. La devaluación más alta se alzaría en los bolsillos de todos. México estaba siendo escenario mundial entre dos personas que arropaban, a su parecer, al País. Entre ese ruido tan absorto, de lutos, pesos, deudas y suicidios, me encontraba yo con un plan ya pactado. Visitar Chile. Meses antes había comprometido mi persona para visitar con una amiga a una familia encantadora Chilena. Mi vuelo y viáticos tenían la paridad pasada, así que la afectación no era problema. Y dimos adelante el plan. Mi único compromiso: no usar la carta de crédito por lo volátil de nuestro dinero. Y con dos maletas y después de tres vuelos llegaba yo un Febrero a la parte más austral del Continente. Chile. ¿Qué pasaba en Chile? Si bien veníamos de un estruendo de País, yo pasaba seguridad entre militares y sonrisas con carteles de Bienvenidas. Llegué de tarde. Casi adrede para instalarme y percibir la puesta de sol más impresionante que nunca había visto. La luna más brillosa, grande, casi pegada al horizonte. El sol más coqueto, más patriarcal. Enorme. Y entre recibimientos e instalación para que el sueño sincronizara el uso horario, me sentía protegida y expectante. Chile. ¿Qué pasaba en Chile?
La familia que tendió sus brazos con nosotros hablaba de lo contentos que estaban por tener huéspedes turistas. Tenían varios años de no hacerlo, los mismos que dura una Dictadura. El patriarca de la familia tenía la mirada más dulce que nunca había visto. Articulado en sus palabras, con acento de Neruda, con sus canas asomándose a una realidad diferente y precisa. En 1994 ya no había Dictador. Chile se abría al mundo rompiendo por plebiscito un período de lo más controversial. Primero un General Prats que dio renuncia a Allende, un Allende creyendo en la recomendación de Prats, un Augusto recomendado y orgulloso y la traición de estocada en el Golpe de Estado más estiloso. El saldo del mismo, sólo ventanas rotas en la casa La Moneda. En una de ellas, asomado, Salvador Allende. Muerto él por traición con una pistola producto de regalo de Castro de Cuba. Su viuda corriendo con su visa para llegar a nuestro México en exilio y abrazada por Echeverría. Así ocurre la Historia, en párrafos, en palabras, en ideas de charlas de té negro y pan de dulce. Así se redacta la Historia, rápido, porque no se quiere repetir, y pensamos que si tardamos, alguien más copiará la idea. Así que rápido escribo esto, para que ningún Dictador llegue, para que los hombres de Chicago no sean nuevamente escuchados y para que las fuerzas armadas no destrocen otro edificio. Para que la traición, que la imagino vestida de rojo, no mire con dulzura lo que después partirá con un rayo en la mirada. La traición. Traición.
El patriarca nos platicaba sobre ese período. Yo me limitaba a escuchar y hacer preguntas. Como curiosa que soy trataba de entender, porque mi corta edad todavía no me perfilaba a lo que soy ahora. Una crítica que trata de entender, que se apasiona por lo que el mundo entrega y que reflexiona sobre otros puntos de vista.
Pero él hablaba. Hablaba cómo un día cualquiera, aviones comenzaron a cubrir la ciudad. Decía que ese día Chile tenía el cielo Rojo. La traición llegaba a tomar sillas que no correspondían pero que otros Países pensaban que sí, que esas sillas sólo podían mecer a un militar. Apoyado Augusto Pinochet cambió de la noche a la mañana las formas de gobernar un País. Las nuevas monedas rezaban “por la fuerza o por la razón” y múltiples jóvenes que opinaban diferente caían como moscas ante las estrategias de los tanques de guerra. Eran llevados al Estadio Nacional, y de ahí, nadie volvía a saber de ellos.
El patriarca contaba que en su familia no había pasado, pero sí en la del vecino, la del primo, la del primo de vecino, la del tío, la del amigo del tío, la del músico, la de la esposa del músico, la del cartero, la del nieto del cartero, la del carpintero, la del plomero, el arquitecto, el cocinero, el empresario. La de todos. Todos conocían ausencias en un País que jugaba con canicas el siguiente movimiento.
Pero nos acostumbramos, decía él. Ante lo inminente, te acostumbras. Y tratas de caminar derecho y en silencio si ves trajes verdes en las esquinas.
Pinochet ya no era Dictador cuando visité Chile, pero ante su renuencia de irse y no querer irse más, su lugar era como General de Fuerzas Armadas. Así que si a Chile se le ocurría mover el tablero en falso, él seguiría al frente. ¿Yo me cuestionaba…y si algo ocurre hoy? ¿Qué pasaría en Chile?
Así que de turista me vestí buscando la historia en los recovecos de una ciudad elegante, refinada, culta, con la comida más sencilla e impactante, con el vino de mediodía y la música en los bares. Veía ante mi asombro, cómo era fácilmente hablar de Neruda, cómo la gente leía como capital Europea, cómo el aire se respiraba limpio. Pero se pagó el costo.
El patriarca contaba que el Dictador era de buen gusto, así que las costumbres que se implementaron apoyaban en buena medida la ávida rapidez voraz que necesitaba para que los ojos del mundo aplaudieran.
-Primeramente, se aceleró la lectura. Al estar controlado el canal televisivo, los chilenos preferimos esconder nuestro dolor, leyendo-.
Así que él en las tardes descansaba en su biblioteca leyendo. Leía para olvidar. Leía para caminar.
El vino se comenzó a propagar para fomentar la industria vitivinicultora. Que en vez de refresco de cola, los chilenos tomen tinto. Y no se hable más. Que el sonar de las copas tape el ruido de las víctimas del Estadio.
En los frigoríficos sólo se guarda lo del día de comer. No hay excesos. Sólo lo necesario. Así que observar el humilde contenido de la caja metálica me pareció excepcional. Sólo lo de hoy. Todos lo mismo. No se desperdicia. No se tira nada al vacío. ¿No entiendes que venimos de Dictadura?
La costumbre del té fue instalada como “las once”, donde las familias o amigos se reunían en torno a una mesa a platicar del día con bocadillos y bebidas calientes. Las once. Siempre las once.
El divorcio tampoco existía. Pinochet de un plumazo, eliminó esta práctica. Así que si no querías seguir adelante con un matrimonio, necesitabas viajar a Buenos Aires a hacerlo, o platicarlo de acuerdo para finiquitar algo y comenzar lo nuevo. A escondidas. Que nadie sepa. Que nadie sepa que tengo una nueva novia porque el Divorcio inexistente me impedía esa práctica. Justo él lo había hecho. Todo este relato lo había practicado para tener a su mujer nueva, una mujer compañera que estaba a un lado de su hombro siempre.
-Nos obligaron a ahorrar más-. Los chilenos ahorrábamos más billetes que antes. Fondos de Pensiones que después fueron copiados por otros países. Los chilenos vivían ajustando cuentas cada día para llevar a las bóvedas más dinero. Para el retiro. ¿Habrá retiro? ¿O me llevarán al Estadio Nacional?
Y el dichoso toque de queda. Todas las noches, a las 8:00 en casa. Si no lograbas llegar, dormirías en el lugar de las 7:45. No se arriesga. No se juega la vida. Todos los días de todos esos años, toque de queda.
El Patriarca y su familia hicieron un deleite mi estadía de turista. Pero un día común ocurrió algo diferente. Del Perú con Fujimori clamaban un pedazo de tierra que pertenecía a Chile. Pensaron que reclamando Chile la cedería. Y no fue así. En el canal televisivo se anunciaba que el peruano declaraba la guerra si no le regresaban sus milímetros cuadrados que argumentaba. Rápidamente buscaron al General en Jefe de las Fuerzas Armadas Chilenas y su respuesta fue corta.
-Estamos preparados-. Mi corazón se paró en ese momento. El silencio en la mesa era tan pesado que no se podía digerir un té. Venía de un simple error de Diciembre a tener un complicado suceso en tierras australes.
-Pinochet es como una jarra de cristal que ante cualquier soplo, se rompe. Si Perú sigue atacando con diálogos, esto no va a parar. ¿Y qué hago yo? ¿Qué hice yo? Observar. Caminar. Respirar. Ponerme un límite de tiempo para hacer cambios justos. Pero el diálogo cesó, Perú no pidió más y Pinochet cerró la boca. Y así culminaba mi viaje. Con una familia que recuerdo con mucho cariño, que me enseñaron a que no se desperdicia nada, que las comidas hay que celebrarlas con vino rojo, que la lectura es apasionante compañera, que los Estadios a veces son mudos, que las segundas nupcias son tachadas con un marcador, que el silencio es el mejor amigo ante una inminente nube gris.
Pinochet poco a poco se fue. Digamos que convenía hacerlo a un lado ante la nueva promesa austral. Digamos que esos Países que lo apoyaron, ya no convenían de tomar vino al mediodía. Digamos que se habían cansado de contar muertos y hacer listas de desaparecidos. Digamos que se convencieron que la gente podía vivir después de las 8:00 p.m.
Y regresé a México con mis suvenires prometidos, con un peso disparado del error, con las noticias más turbulentas que recuerdo de mi País. Con mi padre esperando en el aeropuerto con los brazos abiertos y una copia del diario que mostraba a mi ex presidente haciendo una huelga de hambre con botellas de agua Evian atrás. Uno que su sombra sigue como zepelín en el cielo mexicano.
Países van, otros vienen. Dictaduras se quiebran, Gobiernos siguen. Gente de recuerdo siempre habita en las memorias. ¿Y qué pasaba en Chile?