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Pedrito a caballo, el amor de Botero

En días pasados fuimos testigos de la muerte de un grande: Fernando Botero. Un grande en sentido metafórico y en sentido literal. Botero pintaba el volumen realista de las cosas, magnificaba medidas, formas, fondos, los colores muestran en sus obras la profundidad, la redondez, el brillo casi renacentista de un colombiano que amaba ser artista. Y amaba de verdad su profesión.

Nacido en Medellín en 1932, Fernando Botero fue un hijo nacido de padres humildes, de un vendedor a caballo y una costurera. El hermano de su padre lo orilló a muy temprana edad a asistir a la escuela de tauromaquia para que fuera torero. Los toros y el niño que ya daba señales de artista no tuvieron un buen desenlace. Un toro trató de embestir al joven temeroso y ahí terminó la atadura con el familiar que quería que su sobrino viera de frente a los animales grandes de ojos sombríos.

Así que Botero comenzó a ser terco en lo que gustaba hacer. Trazos, dibujos, mezcla de colores, brillos, lienzos. Su primera obra se compuso de un torero muerto de miedo. La acuarela pronto se vendió y su familia entendió que algo que las manos de Botero formaban representaría un buen modo de vivir si este se lo proponía. Fue ahí donde decidió estudiar de forma académica en su país pagando las colegiaturas con trabajos a pedido o exposiciones pequeñas de galeristas que sabían que este era un grande. En la capital, Bogotá, logró que su nombre comenzara a sonar y sus obras comenzaron a ser premiadas.

Con el dinero ahorrado de sus ventas y premios decidió cruzar el mar, porque el mar se cruza cuando el arte interrumpe. Se inscribió en la Academia de San Fernando en Madrid, una de las buenas, y en sus tiempos libres hacía acuarelas en un pequeño puesto de silla sin respaldo fuera del Prado. Turistas y oriundos comenzaron a comprar sus pequeñas obras de trazos definidos. Un grande pintaba fuera de un Museo, un menor admiraba al futuro grande. Escena surrealista.

Botero siguió su carrera callado, sin escándalos, con mucha pasión en sus ojos y mucha mente en objetivo. Ahorraba y viajaba. Viajaba y estudiaba. Llegó a la ciudad Museo por excelencia, Florencia, para ser estudiante en la Academia de San Marcos. Ahí, su visión de un Renacimiento pasado, su meticulosidad de Leonardo, su templanza de Miguel Angel comenzaron a dar forma a sus formas. Una realidad de volumen, una forma de gigantes.

Había pasado en su pasado por el estudio de Rivera y sus Murales, de un Pollock y sus tamaños y es en Italia donde la manzana de Newton le cayó a una cabeza pensante.

 Sus gorduras hablan de la expansión de deseos, de verbos, de adjetivos. Así, si una Mujer con Espejo es el título, el observador debe de comprender que es la vanidad la que está exagerada. Porque así somos los humanos, exageramos defectos y virtudes, adquirimos vicios que crecen en lugar de disminuirse, hablamos cada vez más fuerte y los silencios solo los usamos para buscar las palabras de la siguiente frase.

Botero no pinta gordas y gordos, Botero pinta volumen, grito, marca táctil, escenarios de vergüenza o de alegría, gobiernos de caballos, milicia que tortura.

Botero después de Italia, España, y entre viajes Nueva York, México y Colombia. Exposiciones, premios, variados reconocimientos que aplaudían al artista vivo latinoamericano tomando por los cuernos al mundo.

Y de matrimonios, Botero tuvo tres. Porque el tres es cabalístico y el amor a veces es así, de número. Amo multiplicado, amó mucho.

De su segundo encuentro de juez y firma tuvo un niño. Pedrito. Cuando tenía cuatro años Pedrito se subió al coche de su padre. Su padre y su madre estaban al frente. De Sevilla viajaban a Córdoba, porque las castañuelas y flamenco a veces necesitan de mezquitas y toros. De nuevo los Toros.

Un camión que perdió su frágil freno vino a dar de frente con la familia de Pedrito. La familia de Botero.

Pedrito falleció en el acto. La madre no habló. El padre con llanto se fue a París a encerrarse en un cuarto donde solo pintaba la cara de su hijo fallecido. Una vez, dos veces, tres veces, cuatro veces, muchas veces, veces, veces.

Y Botero salió de su depresión externa con lienzo a cuestas. En él, Pedrito lleva uniforme, monta a caballo como su abuelo y tiene a su lado izquierdo la escena de un padre observando a su hijo caído, y de la otra, una casa sórdida con padres de luto. Es la obra más importante de Botero.

Ahí se representaba el dolor en su máxima expresión. Botero en Italia no sabía que lo que exageraba lo pintaría él mismo ante el dolor más antinatural que existe: la pérdida de un hijo.

Su carrera siguió agregando un elemento nuevo. El bronce. El mismo decía que él era este metal, duro, limpio, maleable y sufrido. Sus esculturas comenzaron a tapizar las avenidas más importantes del mundo. El no cobraría por esto. De donaciones hizo su última etapa que le valieron a ser hijo predilecto de muchas entidades. Así, Botero se aseguraba que no se olvidase su nombre. Que su nombre se pronunciara siempre.

Hace días supimos de una muerte de un grande. Una más porque en Córdoba había muerto de tristeza.

Uno que caminaba despreocupado, que pintaba en gordo y que amaba. Uno que tuvo un dolor tan grande que lo pintó a caballo. Uno que pintaba fuera de Museo y que cobraba con monedas en una cajita de colores.

Que los grandes se recuerden siempre.

A Botero, dueño del Boterismo,

Siempre hay alguien que te espera…

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