Paul Auster, el rayo y cancerland…
Conocí a Paul Auster en una FIL de Guadalajara en 2017. Durante el evento considerado como una de las Ferias del Libro más importantes del mundo llegaba el estadounidense con su esposa para ser la atracción principal.
Elegante, limpio, fino, impecable, con una mirada aguda y una cabellera plateada de juventud lejana y adultez prematura. Erguido, callado, humilde y tomando el asiento de estrado en el mítico salón Juan Rulfo de la sala de exposiciones. Ese salón que el domingo de inauguración a las 12:00 en punto nos ha regalada a los visitantes la oportunidad de escuchar a las más míticas voces mundiales de las letras y recibiendo de manos de la viuda de uno de nuestros grandes la presea de la legión de letras de Carlos Fuentes.
La viuda, me refiero a Silvia Lemus, delgada y triste, esperanzada y casi de papel subía sus manos para entregar al elegante hombre el famoso premio.
600 personas aplaudimos las aventuras y profundos párrafos de Auster que tanto nos dieron en los ratos de lectura. Sabíamos que seguirían sus letras danzando por más años pero este era un corte de caja necesario.
En su discurso, Auster nos platicaba de forma pausada, su vida. De joven asistió a un campamento con varios chicos y una tormenta los visitó. De pronto un rayo cayó cerca del futuro escritor matando a su compañero de lado. El era testigo de la muerte de un menor cercano pautando una de las escenas más bruscas que la vida le regalaba.
Después de aquello, Auster se dedicó a saborear su vida y a no perder tiempo en su pasión.
Contaba que en un viaje a París, caminando por el Puente Nuevo reaccionó al darse cuenta de la cantidad de escritores que bajo el techo de la ciudad luz habían descubierto sus letras. Todos visitaban la torre de fierro, todos intentaban contactar el oráculo del arte. Así que su voz interior le dijo claramente: si ellos pudieron escribir, tú también puedes.
Auster regresó a Estados Unidos para comprar una máquina Olivetti y un montón de hojas blancas para comenzar su primera novela. Escribía catártico sin interrupciones y evadía el contacto con su familia y en especial, a su padre. Las interrupciones de saludo y charla no formaban parte de sus adornos diarios y así, contó él, formó un mundo alterno lejos de realidad. Al finalizar su novela recibió la llamada telefónica negada de costumbre. Esta vez no era su padre, esta vez alguien anunciaba que su padre se había retirado silencioso a otro mundo. Término y final, final y término.
Aprendió Auster que los mundos se alternan con unas pausas obligadas para no perderse de la que pensamos es realidad y las pausas elegidas para huir de la misma.
Al finalizar la charla mi pensamiento se encaminaba sobre este gran discurso. ¿Su padre habría escuchado desde el más allá? No lo sé. Yo sólo me repetía en la mente que si alguna vez mis dedos decidían hacer el mismo oficio me ayudaran con sus falanges fuertes a regresar a mi vida cotidiana, la que se sorbe, la que se ríe y llora.
En la fila para firma de libro yo sólo vi al mismo hombre elegante, callado, con una mirada verde agua y sonrisa discreta. El sabía de su importancia para muchos y tomaba su silla con un silencio pasmoso. Cada uno de sus fieles lectores obtuvimos una firma lenta con unas palabras de agradecimiento.
Pasaron varios años hasta que leí en un portal de noticias que el hijo de Auster había muerto de sobredosis. Mi mirada decidió leer el artículo completo hasta que mis ojos gritaron.
Su hijo había muerto. Su nieta años antes, también. La historia era macabra en su definición dictando que el hijo tenía en custodia a una bebé de dos años. Un día particular la policía había acudido a un llamado a su casa porque la menor no respiraba. En la autopsia se dijo que estaba llena de fentanilo y que su pequeño cuerpo no aguantó. El padre declaraba que él, bajo su lapso de drogas, había inyectado las mismas sustancias a su hija para que dejara de llorar. Una historia macabra.
Desde ese día el hijo de Auster vivió en arresto domiciliario pero años más tarde moría por una sobredosis. ¿Quién le llevó la droga? No se sabe, nunca se supo.
Auster vivió el dolor más grande de un ser humano: perder un hijo. Pero antes uno más hondo, perder una nieta a manos del hijo.
Hoy Paul Auster tiene un cáncer terminal. Así lo han anunciado. Sus manos están suaves y lentas pero siguen jugando a la literatura. Hoy comparte con su esposa lo que llama Cancerland donde cada día lucha con tratamientos para prolongar la vida y calmar el dolor. Hoy Auster, el elegante y fino, vive lo que sería el último episodio de su obra.
Escribir para calmar el dolor, escribir para alargar, escribir para evadir, escribir para pensar. Dolores vividos, carrera impecable. Hoy Auster es el protagonista, finalmente, de su obra más fuerte como es su vida.
Y en el recinto de Rulfo se aplaude a los grandes y se reconoce a la rubia de Fuentes que comparte el mismo dolor que Auster tuvo de hijo. De dolores no se sabe, de elogios vivimos.
Leer para entender historias es importante. Pero leer para entender la historia del que escribe es dar un delicado mordisco a la fruta que está a punto de caducar. Es el durazno oscuro que todavía es bueno al paladar. Sabe bien pero tiene sus partes blandas.
Respeto a Auster y su mirada aguda. Respeto al que pierde en vida lo que una definición no puede explicar. Respeto al que sabe que sus líneas están listas para poner el punto final.
Siempre hay alguien que te espera…
Mayela, precisa y profunda en tus imágenes de un gran escritor. Disfrute leerte!! y saber de detalles desconocidos..felicidades!