
Nosotros sin nosotros…
Las catástrofes naturales siempre me han impresionado mucho. No soy de las que creen en castigos divinos, me gusta pensar y analizar que todo acto de la naturaleza responde a algún estímulo cometido y si no hubiese, que simplemente la madre de todos clama sin temor lo que es suyo. Observo, aprendo, trato de entender en dónde está la hendidura que hace que la luz de rayo entre corta y actúe. Mi sentir es siempre el mismo, el sufrimiento de otros, el sufrimiento nuestro, golpeando, derramando, cincelando y en mi mundo utópico creyendo que todos estaremos bien. Pero no es así.
Mi primer encuentro ante un fenómeno natural fue el Huracán Gilberto, ese que solo los regiomontanos podemos redactar finamente. Era estudiante de profesional en mis primeros semestres cuando decidimos un grupo de amigas irnos “de puente”. Estábamos tan chicas y viajábamos tan distinto a estos tiempos que cada detalle era tan gozado. Los primeros viajes. ¿Quién no los recuerda?
Un factor determinante en la decisión se concreta en esta historia: mi trayecto de estudiante y mis materias de tarde. Mis horarios siempre versaban en esas horas donde otros acaban. Las mañanas se usaban para estudiar. Sin embargo yo trataba de estirar las horas y comencé lo que sería mi primer trabajo, de practicante, dando clases en un jardín infantil. Amaba despertarme tan temprano y estar al frente de un salón repleto de niños que gritaban, brincaban, cantaban. Yo sólo auxiliaba a la maestra central. Ese lapso de tiempo en mi vida me permitió entender que enseñar era mi pasión, hablar ante un público un vicio, dirigir mentes para hacerlas pensar, de mis actos más valientes.
Con esa actividad diaria pude llenar una alcancía de mis primeros sueldos. No era mucho pero sí lo suficiente para poder contestar a mis padres que mis vacaciones las pagaría yo misma, que la cartera la volvieran a guardar en el cajón. Qué frase tan poderosa y tan liberadora. –Yo pago mi viaje-.
Y así, en un 14 de Septiembre en un autobús viajábamos con una tormenta tan agresiva como melodiosa, una tormenta que en 10 horas nos escupía en el pueblo mágico y excéntrico de San Miguel de Allende. Histórico, colonial, apasionante, cultural y tan místico que extranjeros decidieron quedarse para no volver. San Miguel para mí es la tierra del mundo dentro de México, una donde el tiempo se detiene, donde la tranquilidad está pactada y tiene agua caliente en todos sus cuartos. San Miguel es la creatividad del que no habla español, de la actriz que cocina churros españoles con el chocolate más espeso, el carro de hot dogs de madrugada y el bar que decide por apariencia física si podrás deleitar una noche con sus bebidas. Si fuera humano, San Miguel sería esa rubia que camina altiva y que hombres de cabellos oscuros quieren conquistar. Pero para hacerlo, tienen que pagar un precio muy alto.
Y llegábamos de mañana. Caminamos y reconocimos la tierra con su catedral gótica, sus terrazas italianas y su gente del bajío.
Esa misma noche apuramos el paso para poder tener la discoteca a nuestros pies. Música, luces, pláticas y ruido se sorprendían de las nuevas personas del norte que llegábamos a montones. Caras familiares, viajes de camión. A la mitad de la noche la música dejó de sonar, un vocero tomaba el micrófono para darnos unas palabras que lograron enchinar mi cuello.
-A la gente de Monterrey se avisa que un Huracán entró con fuerza, no hay comunicación con dicha ciudad, hay muertos y es una tragedia muy grande.-
Todos nos mirábamos a los ojos e imitamos el famoso juego de encantados. Helados, tiesos, inmóviles. ¿Y mi familia?
Eran casi las 2:00 a.m. cuando esas palabras llegaron a las orejas de todos y no había remedio que esperar. Los teléfonos de disco, de esos que hoy ocupan museos, eran los únicos que podrían dictarnos la veracidad de las cosas.
Mi grupo de amigas prefirió esperar pero yo no podía estar tranquila hasta escuchar acento recio del otro lado del auricular, y así lo hice. Cuando advertí la voz de mi padre, el que guardó la cartera y estrenaba hija “independiente”, supe lo que significa respirar tranquila. –Todos estamos bien. No te muevas de ahí, es emergencia nacional y no hay forma de regreso-.
-¿Carretera? Afectada ¿Vuelo? Sobrevendidos. ¿Carro? – Hija, el carro pasa por la misma carretera afectada-.
Y tres días se convirtieron en once y en el once un valiente héroe de amistad de familia se atrevía a transportar a 7 mujeres a San Luis Potosí. Ahí, este héroe, había conseguido lo más buscado, pases de abordar, aviones que con sus alas nos llevarían al hogar. Y así pasó. El de la cartera guardada había movilizado a tanta gente mientras yo disfrutaba de un pueblo con los intestinos llenos de nervios. Veía las noticias y no podía dejar de pensar en el clamor de la madre reclamando lo suyo, pero a qué costo.
Al llegar a la ciudad los brazos de mi familia esperaban en aeropuerto. Todos juntos, todas las familias advirtiendo lo que nuestros ojos verían. Yo recuerdo simplemente mi ciudad destrozada, desconectada, descolocada, como una muñeca que se rompe ante el ataque de ira de una niña. Entre piruetas de calles y avenidas, logramos llegar a hogar. ¿Qué es hogar? Es lo protegido, lo cálido, la sopa de arroz, el caldo de lenteja, las sábanas frías, la regadera con agua tibia. La regadera…el agua…¿Dónde está el agua?. Ante un evento que nos inundaba, el agua no fluía. Botes, tanques, pipas, la ciudad rota con ganas de volver a funcionar pero que sabe que el tiempo corre lento en manecillas. Corre tan lento, que la arena del reloj se engorda para no pasar por su parte más esbelta.
¿Y mis estudios? ¿Y mi trabajo? –No hay-. Emergencia hija, emergencia. Pero hay algo que se puede hacer, ayudar. Centros de acopio. ¿Qué es acopio?
Recuerdo a mi ciudad plagada de esos centros y cierta gente volcándose en ayudar para que nuestra Sultana pudiera volver a ver de frente al País. Yo, con el acopio aprendido y mis jeans favoritos diario acudía a uno cercano de mi casa. Aprendí por primera vez la mano cadena, clasificación, inventario de ítems, agrupar por elementos.
Escuché las historias, las palabras de la gente, los que no aparecían, los que aparecían y no tenían vida, las cifras con maquillaje nocturno, las cifras que nunca supimos y el agua. El agua. Agua.
Demostramos que se puede llorar un huracán, que la lluvia llora. Que cuando la lluvia es tan fuerte es que tiene tanto que decir que su pecho acaba por romperse. Que la lluvia es tan fuerte que destruye miles de historias truncadas que no podrán contarse.
Poco a poco la ciudad comenzó a brillar, teníamos que ponerla coqueta para que fuera de nuevo conquistada y ser el centro de atención. El agua, líquida, recia, poema de transparencias.
Y seguimos aquí, ante una Metrópoli que ha tenido tantos eventos que regalan aprendizajes pero que es manoseada por varios. Esa conquista que siempre a muchos los seduce, los atrapa, los corrompe. Es de tristes saber que la conquista termina con el corazón roto.
Y el corazón roto se vive en silencio en balcones y esquinas sordas. El corazón roto sólo se cura mirando a otros corazones limpios que puedan danzar mejor, vibrar mejor, que enamoren, que tomen de la mano. Y de esos pocos.
Nuestra ciudad tiene el corazón roto, nuestro País vive con roturas de pecho. Y a eso nos hemos acostumbrado, a que nos rompan corazones en vez de hacerlos palpitar de cuajo.
Esta sequía me recuerda mi viaje a San Miguel. Uno independiente, que escuchó una catástrofe, que aprendió el acopio y que entendió que a pesar de eso, los corazones que se salvaron, algunos, hoy se vuelven a romper.
Que nuestros corazones entiendan y exijan lo que es nuestro derecho. Que lo que quede no se ponga en botella de vidrio y corcho lata. Que no se abuse de los que cada día, al abrir la llave, se rompen de nuevo el corazón.
Corazón con corazón se paga…y corazones se hunden en lo árido de una tierra que algún día entendió el acopio.
Siempre hay alguien que te espera…
Hermoso y hermosa y muy especial forma narrativa, que te hace pensar y sumergirse en ese momento de tan terrible desastre en nuestra gran ciudad…
Felicidades!!!♥️♥️🥰