Los Zancudos y Dante Alighieri
Con el título que se lee pudiera ser que la historia se dirige a algo que no se relaciona. Pero si me sigues, lector, sabrás que la vida es eso: puntos inverosímiles que pueden llegar a relacionarse y por absurdos que parezcan, siempre hacen sentido.
Esta vez me voy a remontar a una de las ciudades favoritas de mi persona. Florencia, Italia. Cuando tenía 21 años la visité por primera vez en ese mito de tour de un día donde te presentan a Miguel Angel junto a la tienda turística de artículos de piel. Esos recorridos son muy ingratos, te presumen un poco pero se esconden ante las manecillas de un reloj y el grito de una guía que te pide regresar al “bus”. Recuerdo que prometí ante la tumba de Miguel Angel que regresaría para darme el regalo de recorrer pausadamente esta ciudad. Y así lo hice.
Pasaron 17 años cuando decidí regresar, esta vez con un departamento de renta variada, amistades con el mismo fin artístico y algunos días de final en soledad. Fue uno de los mejores regalos que me he hecho. Más de 7 semanas caminando y conociendo cada rincón de la cuna renacentista, comiendo donde los turistas no comen, visitando los frescos que los turistas no visitan, bebiendo en los bares que los turistas no beben, conociendo costumbres que los turistas no conocen. Masticando un lenguaje poético y romántico y asombrándome de la cultura de ver todo con un sentido de belleza en la más alta definición. Florencia, con el helado de chocolate a la naranja, el vino santo y sus calles de bullicio. Pero toda luz, tiene una sombra. En el caso de la ciudad de los Medici, es el agua estancada.
Cada monumento que conserva este líquido preciado, se torna al olvido. Y el agua se hace parda, estática, mohosa. Y se acepta con tal de poder estudiar la roca que una vez fue esculpida, el monumento, la fuente. Y se recorre lento para entender la historia. Entre tantas visitas que hice a cuanto jardín, Palazzo, Museo, advertí que los zancudos danzaban como pareja en boda. Alegres, arrítmicos, pisando los talones de la piel que tenía descubierta. Se necesitaba de un movimiento constante de las manos para poder distraerlos. Sin embargo por las noches, en el período de clima fresco de Octubre, decidí que al dormir me acompañaría la ventana abierta como carta rota de un amor esperado. Y así lo hice por varios días, hasta que una mañana que desperté y comencé la rutina de baño con agua tibia y al salir, comencé a maquillar mi rostro con tintes renacentistas.
Miré la mitad de mi cara en el espejo y observé que era como una planicie con cráteres. Picaduras de aquellas criaturas danzantes que habían decidido entrar por mi ventana e invadir mi territorio. ¿Quién los había invitado? ¿Qué atractivo vieron que decidieron en fila de ejército fascista marchar a mi alcoba? Nadie. Y todos. Los zancudos son criaturas con poca elegancia, hacen ruido donde debe de existir el silencio, se colocan en superficies que deberían estar lisas, se mecen con burla donde deberían de ser más civilizados.
Mi asombro al verme fue enorme. Grotesco. Quería gritar pero recordé que tenía vecinos en el Edificio. Así que maquillé la mitad de mi rostro y en la parte afectada decidí adornarla con una mascada rebelde, si yo estaba en la capital de la moda, la gente lo advertiría como nuevo estilo. Puse mis gafas oscuras y emprendí lo que sería la Batalla contra las Criaturas Traviesas. Me dirigí al café que de diario era mi cueva de inicio y le pregunté a la Nonna: ¿Qué puedo hacer con esto? Al mismo tiempo me descubría mi rostro y noté su reacción de lástima. Me recomendó ir a la florería cercana y comprar crisantemos. Con estas flores, me dijo, ellos se espantan. Compré tres canastas de ellos. Blancos y amarillos, y decoré mi estudio con ellos. Se antojaba a Panteón, con tantos de ellos que parecería que mi nuevo emprendimiento sería revender estas flores. Y pasó una noche y nada cambió. Dormía casi asfixiada para que las criaturas no pudieran encontrarme en la noche. Pero la situación avanzaba.
Un buen día decidí que el poder de la oración haría su magia y busqué la iglesia más pequeña y hermosa que contenía una Virgen Negra. Por ser la menos turística, ella escucharía más mis plegarias. Por favor, haz que se me quiten estas marcas y picaduras, por favor haz algo de inmediato antes que se acaben las pañoletas que tengo, por favor, per favore.
Tenía que agotar todas las posibilidades. Flores listas, Virgen rezada, y ¿qué faltaba? Visitar a Dante. El que unificó el idioma italiano y luchó por el amor de Beatrice de Portinari y recitaba sus cantos en la vía pública con su capa roja. ¿No tendría el poder para curarme?
Fui a su casa, hoy Museo, y observé las pinturas que dibujan los círculos de su Divina Comedia. Algunas bellísimas, otras terroríficas (Infierno) y fue ahí, en el Quinto Círculo donde un hombre de edad avanzada se colocó a mi lado. Comenzó una plática formal, me dijo que era Oncólogo y que vivía en Suiza. Michel. Michel es su nombre. Cuando el diálogo se hizo presente, mi pañoleta cayó. ¿Me permites tocar tu cara para saber qué tan profundo está el daño? Le dije que podría hacer lo que quisiera siempre y cuando pudiera ayudar a que mi rostro volviera a ser el de antes.
Sansaros. Zancudos. Mosquitos. No son peligrosos pero si intensifican sus labores de ataque el daño puede dar a la dermis profunda. Salimos de la casa del amigo de la capa roja y nos fuimos de inmediato a la Farmacia Santa María Novella. Este lugar es particular, sus ungüentos son pedidos específicos por doctores sin ser marcas comerciales. El lugar es histórico, películas han sido filmadas ahí y es como estar en la cueva de Leonardo Da Vinci. Pidió cantidades específicas de varias plantas, otras de aceites especiales, otras de condimentos y aromas que nunca había escuchado. En crema y líquido. Y te lo pondrás cada día y cada noche, y si en tres días no hay mejora me escribirás y yo, por la promesa que te hago, si fallo, vendré desde Suiza a remediar mi error. Tan seguro estaba Michel que sabía que no tendría otro gasto de viaje ante su retorno de esa misma noche.
En dos días mi rostro volvió a la normalidad. Y más terso que antes. Y más sonrosado que siempre. Los zancudos desistieron su entrada a mi aposento y las flores marchitas desembocaron al basurero de la esquina. Mis botellas mágicas de ámbar se convirtieron en el elíxir más preciado y curaron, limpiaron, repararon. Michel no tuvo que regresar.
Y desde entonces él escribe una postal cada año que llega a mi casa. Navidad y Zancudos. De Doctor verificando que su paciente siga bien. Su familia firma también la postal navideña deseando que en México todo esté bien. Dante no pudo convencer a Beatrice de su amor, por eso su llanto siempre está presente en los cantos de cada esquina de una ciudad que siendo Museo alberga la mayor cantidad de zancudos. Y el helado de chocolate con naranja siempre está esperando a ser devorado. Y los crisantemos siempre son amarillos y blancos. Y la Virgen Negra seguirá escuchando. Y yo guardo las botellas recordando que los actos inverosímiles si existen.
Muy buen relato y el título mejor