Lo que es tuyo aparece en un jardín…
La semana pasada platicaba con una amiga sobre las limpias. No las de hierbas y cantos de colores sino las de ordenar los cajones, cuartos y closets. Esas que hoy necesitan ser televisadas en series para decirnos lo que siempre supimos: saca, edita, quédatelo o entrégalo a quien lo necesite. Platicamos de la costumbre que hay en casa de que cada cosa sea usada, ordenada, en buen estado. Para mí, facilita la vida, te estampa tranquilidad en la mente y se llena el aire de amarillo al saber que alguien más, por más lejos que esté, gozará de lo que tú ya usaste. Ella comenzó, poco a poco, y documentaba su proceso para que yo viera que estaba disfrutando y recordando con cada objeto el momento que fue adquirido. Porque así son las limpias, nos recuerdan historias, personas, lugares. Ella no sabía que en ese momento aparecería una argolla que daba por perdida años atrás. La limpia le regresaba lo que por derecho, era de ella.
Este vaivén de fotos y audios de su hallazgo me hicieron recordar una historia que parecería inverosímil pero que doy por auténtica y lo firmaría ante notaría.
Hace muchos años mi madre perdería el diamante del centro de su anillo de bodas. El que un hombre bueno le dio y le puso en su dedo para prometerle eterno amor. Y lo cumplió. Ante semejante juramento y promesa cumplida y al percatarse que faltaba dicha piedra brillante mi madre quería que el tiempo se detuviera para que la piedra estuviera en su lugar. Pero no estaba. La casa se puso patas para arriba y la comitiva de búsqueda fue intensa, en cada rincón, en cada cuarto, afuera, adentro, más afuera, a los lados, en cada uno de las esquinas, y no estaba. La lista de visitas a las que ella acudió también fue avisada. Así que un pelotón entre cardiólogo, dentista, salón de belleza y supermercado fue avisado, pero la piedra no estaba. Y no aparecía.
Fue muy fuerte la decisión de suplirla, ¿Cómo sustituyes la piedra que el hombre que amaste vio, eligió y montó para ti? Tardamos mucho en convencerla de que la piedra es sólo un adorno brilloso, caro sí, pero que nunca tendría el valor de la vida que hicieron juntos. Es sólo una piedra. Y con el sonsonete y desesperación de llenar un hueco en una joya, la piedra fue sustituida. Y al tiempo creo que se volvió tan similar que el recuerdo de la pérdida ya no se hacía presente. El anillo estaba completo y eso era lo importante.
Entre el batallón de gente que colaboró al rescate se encontraba Don Félix. Jardinero de oficio, de esos que platicaban con las flores y podaban la maleza. Años estuvo cuidando mes con mes el jardín de casa. Su nieto siempre lo acompañaba, eran tan diferentes pero tan iguales. Don Félix un día no pudo platicar con los rosales, el velo negro pasó de noche y se lo llevó. Su nieto, al quedarse con la clientela ya encariñada quiso dar continuidad a esos diálogos de verde, pero poco le duró el gusto. En un tiempo libre decidió ayudar en una construcción lejana de la casa y no observó que la escalera danzaba, así que cayó de espaldas de un piso tres y su final de flores llegó. Tan joven, tan vida por delante. Mi sorpresa ante esto fue tan grande que hasta pensé que Don Félix había llevado a su nieto con él porque lo necesitaba en algún trabajo que hubiera conseguido en el cielo. Tan de pronto, y tan rápido. Tan triste.
Así que los rosales necesitaban otras personas, no para que suplieran a ese hombre de sombrero y el joven de escalera, sino para que mínimo tuvieran con quien platicar. Y llegaron tres. El padre y dos hijos. Limpios, ordenados, dignos de una pintura de Van Gogh. Al poco tiempo de tenerlos como nuevos comunicadores de plantas, un día al azar, en el jardín de fuera de casa, el que está pegado a la calle, algo saltó ante la máquina podadora. Algo redondo, blanco, brilloso. Habían pasado huracanes, lluvias, vientos, había caído lodo, agua, granizo. Pero algo saltó. Y uno de los tres lo tomó en sus manos para ir a timbrar a la puerta y darle a mamá ese algo que brincaba. Y escuché el grito.
Primero pensé que alguien había muerto, tan fuerte, tan agudo. -¡El brillante! ¡Tu papá!
Inverosímil que esto parezca, era el mismo. El que el hombre de amor había escogido y que un día había decidido dejar su estructura. Yo no sabía que decir ante el hecho. Inmediatamente fuimos a ver el lugar, como cuando ves una pirámide y te dicen que ahí estaba una momia. Incrédulas, felices, sorprendidas.
Esa misma tarde mi madre decidió ir al joyero para que hiciera el cambio inmediato y guardar la más nueva. Esta lista, para que si decide volver a soltarse, tenga su sustituta. Pero Don Félix y su nieto verían esto desde arriba y pensarían que les faltó buscar más, imagino. Casi pude escucharlos decir…buscamos mucho, algo pasó. Y tranquilos han de estar observando a sus sustitutos que son dignos de lienzo al óleo, que además de conversar con sus flores, sabrían buscar en los lugares que ellos dejaron abiertos.
Lo que es tuyo, aparece en un jardín. Y las limpias nos recuerdan que a veces se esconde lo que más valoramos. Que si no abrimos caminos, espacios, recovecos, las cosas no caminan. Que las limpias merecen podadoras para que los objetos salten de los lugares ya llovidos. Que ordenar y dar siempre te regresa en forma de sorpresa…que brilla.
Siempre hay alguien que te espera…
Hermoso relato. Tu forma de pensar y escribir maravillosa. Muy cierto que las cosas guardadas no recobran vida si no las tenemos a la vista. Dejemos de acumular y sacar lo qué hay.
Increíble wawwwww, me quedé con una gran sonrisa