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La Nogada que dispersa la granada…

Mi primer Chile en Nogada lo comí hace muchos años en la ciudad de Puebla. Esa ciudad que de leyendas se basta pensando que los ángeles trazaron las calles en sueños remotos de sacerdotes, esa que vio la traición y muerte de Sor Juana, esa que de comida perfecta se engalana. Estaba muy joven, en esa etapa en que las comidas caseras elaboradas no forman parte de los hábitos diarios, en esa etapa en que se cruza un umbral de rechazo y aceptación sólo porque se hace honores a personas más mayores, más experimentadas. Fue en un restaurante sin nombre elegante, sin sillas de piel. Uno que los poblanos recomendaban para poder romper el umbral de la primera vez.

El chile era tan grande que no pude terminarlo en una sola sentada y parte de él tuvo que ser empacada para regalarlo a alguna persona menos agraciada en la calle que pedía algo para comer ese día. Ahí entendí que si se hiciera a diario este acto todos tendrían el estómago lleno. Pero la granada no se dispersa igual para todos; para algunos se amontona, para otros se separa en una salsa blanca con nueces trituradas y la exquisitez de la fruta de cristal con las carnes variadas cocidas. Es un espectáculo. Es el alimento hecho película, la música más afinada, la guitarra más aguda, el poema mejor recitado. El Chile en Nogada es quizá mi único símbolo patriota que conservo. Ese y las mejores intenciones de llevar mis días, ese y el cumplimiento de reglas que no tienen que repetirme como tablas de multiplicar cantadas. Porque uno por uno es uno, haz lo correcto es hacer lo correcto.

En Puebla pasé muchos días de mi vida laboral, esa que se mezcla con la vida misma porque los mantras de separar ambas no funcionan. Trabajaba en un grupo financiero recién adquirido por regiomontanos cuya “suerte” fue tener como tómbola la adjudicación de un Banco que operaba en el sur. Puebla, tan de talavera, tan de momentos históricos.

Aprendí a caminar en calles con iglesias o más bien, en Iglesias con calles. Entre nombres árabes y españoles, estaturas bajas, templos cubiertos por el oro y monjas con manos de tesoro nacional que elaboraban la más fina cerámica en el mundo. En los tiempos libres me gustaba caminar las pirámides de Cholula, ingresar a los laberintos claustrofóbicos para salir a la superficie a comer los mejores tacos, tortas de tamal y bebidas autóctonas que me invitaban a conocer más mi país. Me gustaba mancharme con el mole en las comidas que se usaban para detectar fallos en la reciente adquisición. Pero los que no vivieron esos tiempos no saben la historia real y tratan de comprenderla con un video de Tik Tok. Imposible. No se puede. No se entiende.

La historia cuenta sobre piedra que los Bancos tuvieron una segunda oportunidad. Después del show tele novelesco de un Presidente con apellido López, había que tratar de sacar a esos cuartos de bóvedas frías a que tuvieran otra temporada, una muy jugosa, una que pocos tendrían en sus manos. Era de privilegio participar en la “subasta” de los mismos, cuyo proceso sería para los normales el creer que una asignación fortuita y demostrando fondos sería el elegido. No. Había que contratar a esos “enlaces” que serían conocidos a la cúpula de la Presidencia, esos que conocían a los oriundos de Agua leguas. Y así sin más, el Banco estaba otorgado vendido a precio de caviar, muy bien arreglado y maquillado con cifras y números negros. Al estar en posición de dueños el Banco comenzaba a desmaquillarse con algodón, a quitar la pintura del día, a retirar la máscara de pestañas hasta quedar desnudo y mostrando los desperfectos, arrugas, ojeras y acné. Pero de maquillaje se vive y se hace propaganda. A Puebla viajábamos muchos, todos, a tratar de conciliar culturas, modos, procesos. Y cada quien tenía en sus manos la fortuna de empatar con personas nuevas, conocerlas, aceptarlas. Las cosas corrieron rápido y se estabilizaba lo que se creía el primer sistema bancario estable en un País de naipes. Y yo seguía tratando de probar nuevos platillos con personas que ya mis brazos abrazaban con cariño. Fui afortunada, en mi caso las rencillas no existían y tratamos de acoplar lo mejor de los dos mundos, el norteño, el poblano. Uno que a simple vista pareciera imposible de tejer. Uno increíble porque si Sor Juana, con toda su personalidad no pudo domar, los normales lo teníamos de tarea épica. Y así transcurrió ese tiempo, entre trabajo de horas para poder llegar a la meta. Y cuando se llega a la meta se disfruta del logro, pero aquí el disfrute fue diferente. Ahora esos de la competencia de “rifa” tenían que rendir las cuentas ante el hecho sin precedente de haber tenido un banco tan arreglado que en su desvestir mostraba el cuerpo mallugado, cansado, fingido. Y cada día de trabajo comenzaba con la lectura en primera plana de diario del encarcelado nuevo. Todos esos que creyeron en una persona con poco cabello ahora llevaban sus camisas blancas, impolutas y de marca extranjera las cárceles. Cada día era una noticia nueva, crónicas anunciadas, incertidumbres negras y devaluaciones que danzaban como en columpio de pueblo.

Y como todo llega en el momento perfecto se creó el famoso rescate de entidades que ya no podían soportar los pilares de algodón. Recuerdo ese día como uno de los más cansados de mi vida laboral. De mañana, grupos de oriundos de capital llegaban a los lugares de oficina, tranquilos y con mirada aguda a tomar posesión de las oficinas para descubrir los hoyos negros que ellos habían creado. Recuerdo a mi encargado tan educado y tan simple presentarse como un representante de gobierno. Inmediatamente me pidió sesionar en mi oficina, así que ingresó muebles, papeles y una grabadora donde escuchaba su música favorita. Yo me dedicaba a observar. No había diálogo extenso, solo lo necesario. En dos semanas nuestro departamento estaba con el visto bueno de las buenas prácticas, pero los numéricos cada vez tenían la loza fuerte de más personas, de más interrogatorios, de más búsqueda de traiciones. En un segundo el Banco fue tomado por la palabra “intervención” y la primera plana de directores exhibidos ante el personal diciendo que ellos ya no serían los protagonistas de una historia. Las arcas financieras fueron custodiadas y los activos cambiaban su nombre privado a uno público. Aviones privados, casas, cuentas bancarias, muebles, arte y hasta cocinas con sartenes americanos ya pertenecían a un gobierno que meses atrás había protagonizado una multitud de gente cantando la “boa” para que un arma disparara en la cabeza del que pretendía tomar riendas. Uno que se hizo víctima y que no supimos si hubiera cambiado el rumbo. Uno que exigía moños de luto nacional en las sucursales cuando los que deberían de haberse enfundado de negro estaban al frente de ataúdes. Y ante este hecho hubo infartos, divorcios, pleitos y demandas entre los que se planteaban accionistas. Cada día, noticia nueva. Cada día, alguna tragedia. Cada día, algo que los más simples desconocíamos que se practicaba en unos cuantos.

La época no se explica con un Tik Tok y es tal vez por eso que nuestra generación no cree en lo digital. Nuestra generación vivió algo de más de un minuto de lo que dura un Reel. Nuestra generación leía diario la cárcel, los asesinatos, el peso danzando en devaluación, las traiciones y mucho esfuerzo para tratar de sostener algo que desde principio estaba caído.

El desenlace del “rescate” nos sigue cobrando factura a todos. Ese rescate que sólo se otorgó a pocas familias mexicanas y que lejos de señalarse, llevan nombres de calle. Y cada vez que paso por las calles con los nombres de actores recuerdo el esfuerzo implicado en tratar de conciliar al cabrito con el mole, una conciliación que desde el comienzo no embonaba.

Tal vez por esto mi único símbolo patrio sea un platillo. Me gusta darle la importancia a una comida y sus placeres de amistades, familia, historias. Tal vez sea porque esta comida tricolor dispare lo mejor que existe en una sociedad. Un orgullo, un deleite, recordar el pasado viviendo el presente y halagando a las manos que trabajan para cocinarlo, manos justas que nos regalan vida, manos trabajadoras que siguen rescatando el verdadero rescate. El de la identidad de nosotros.

Mi primer Chile en Nogada lo comí en Puebla. Esa ciudad de oro, talavera y mercado. Esa que me recuerda que en visitas que otros llevan de conquista, yo la adopté como parte de mi receta norteña. Esa que me recuerda que nuestra historia siempre está herida, que se hace la misma receta pero con diferentes comensales. Y la granada siempre dispersa.

Siempre hay alguien que te espera…

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  1. Hermosa narración, me recordaste todas esas bellísimas Iglesias con sus bellas custodias, pirámides sepultadas que solo pueden ser vistas parcialmente al adentrarte en esos largos túneles, su deliciosa gastronomía, sus plazas, sus actores callejeros con tantas cosas por conocer, con tantos maravillosos poblados cercanos y mucho más por mencionar…
    Gracias
    Y mil felicidades como siempre!!!👏🏼👏🏼👏🏼👏🏼