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La barca roja, el buque platino…a mi padre

Se dice que lo que no se hereda, se hurta. Esta frase siempre me ha llamado la atención, ya que si se observa despacio nos vemos, en algunos comportamientos,  como vemos a nuestros ancestros, a los de arriba de nosotros, a los que tuvieron la paciencia de esperar a que nuestra llegada fuese triunfal ante el mundo. Ellos, los de arriba, también observaban esto de los suyos de arriba y así la cadenita en aumento. Pero los eslabones a veces se rompen, existe alguien o algo que termina de tensar comportamientos, emociones, usanzas y traumas. Y los rompe, los abre para que eslabones nuevos se agreguen en una gargantilla brillante.

Mi padre fue el mayor de su familia, el mejor hijo de la señora que se pintaba los labios de rojo y del hombre con sombrero que me regalaría mi libro de Andersen. Responsable, cariñoso y con una carga emocional importante. Pero mi abuela con toda su modernidad siempre tuvo algo contrario con el mar. Le ocasionaba nerviosismo enterarse de episodios de gente que había perdido la vida en aguas, o lo peligroso de algún animal marino con fauces y garras que pudiera aparecer en sus caminos. Por esa razón, decidió de tajo que mi padre y sus hermanos evitaran dar brazadas en ríos o patalear en lagos. Y así crecieron. Y así fueron adultos, tocando sólo la orilla de los mares y playas, con apoyos, con seguridades externas. El flotar no era opción.

El episodio de la barca roja es de los más importantes en mi vida. Cuando yo era bebé de brazos, transitábamos unas dignas vacaciones por la playa cuando a mi madre, que había recibido educación contraria en el nado de aguas, decidió que tomásemos un paseo en la bahía en una lancha roja. No azul, ni verde: roja.

Mi lugar en la sencilla embarcación fue en los brazos de mi padre. El temor, miedo, arrebato de escuchar motores en el agua filosa hizo que el episodio culminara regresando antes de tiempo del paseo. A la orilla, a lo seguro, a la tierra firme. Creo que mi padre cuando regresó se sintió como conquistador que pone su bota en algo que tendrá un final feliz, un final seguro.

Y el tiempo pasó. Los años del calendario siguieron ahora en la familia de la mujer atrevida que calmaba a mi padre, y mi madre de un plumazo decidió que todos seríamos la antesala de Michel Phelps. A nadar, siempre a nadar. A competir, a tirarse de la plataforma sin gritar y sonriendo, de buen humor, que el agua es vida y defenderse es una herramienta que se hace con los brazos y los pies. Para que los obstáculos se vayan de pronto y se les saque espuma blanca. Ella nos enseñó que los tiburones no son como la película, que son más pequeños y que si se nada rápido, los vencerás. Eso escuchaba yo. Y la natación en un tiempo fue un hábito importante de mi persona. Pero la lancha roja ahí estaba, en mi memoria, en un pedazo de mi cabeza que no estaba presente. Estaba como en una pequeña jaula con cerradura hermética que siente que en algún momento, será abierta.

Y un día, en un País lejano y con comitiva alrededor decidí hacer el buscado recorrido de ballenas. En tierras frías estaban y en el Primer Mundo también, tan listas, inteligentes, ahí en el Norte donde pasan gran parte de su vida, entre elegancia y seguridad de un país frío, con historia, con garbo.

Los primeros ruidos de motores al amanecer me llenaban de emoción hasta que el barco grande y platino se le ocurrió irrumpir las olas de un mar azul hierro y el mar que estaba tan dormilón decidió enojarse tanto que subía y bajaba con bravura. Recuerdo que estaba sentada tan tranquila con café en mano cuando sentí un escalofrío hondo. Mis pies no podían estar quietos y mis pensamientos temblaban ante el hecho de un mareo fuera de lo común. Grité, grité mucho, y alguien de tripulación tuvo que llevarme a un cuarto color naranja para calmarme. Me dio bebidas azucaradas, pulseras con botones extraños, me hablaba dulcemente diciendo que nada pasaría, pero ya era demasiado tarde. Ese día sentí el primer y único ataque de pánico en mi vida. Cuando me piden describirlo, les digo que es negro, rápido, palpitante, con corriente eléctrica, con suelo movedizo y pared de papel.

El barco tuvo que regresar a tierra, como mi caso había otros más y no podían darse el lujo de demandas en un país que así funciona. Yo con ese miedo, ni podía deletrear la palabra demanda, yo sólo decía tierra. Eso era todo. Quería ser conquistador como mi padre y poner mi bota en la tierra firme.

Durante mi viaje pensé en otras circunstancias similares, una nadadora diaria, una aventurera de agua, ¿por qué pasaba por eso?

Hasta que varios meses después empecé a hacer memoria de los barquitos de mi vida, de los miedos de lanchas que podían caer en las fauces de animales. Caí en la cuenta que los aparatos acuáticos pequeños y el movimiento brusco de mareas producían ese efecto. Pero el de las ballenas había sido tan abrupto que fue el que rompió el silencio de un miedo acumulado.

Puse atención a esto, indagué, pregunté, hasta que un día llegué a la antesala de un médico de mentes y almas. Yo no quería seguir con ese miedo, yo quería brincar de barquito en barquito, disfrutar de la marea brava y que el color que fuera la barca, estar tranquila e imitar su vaivén.

-Algo en su niñez tiene que ver con esto, y hasta no recordarlo y hacerlo presente, esto seguirá-.

El ejercicio consistió en tratar de subirme más periódicamente en barcas, tener más contacto con mar bravo y observarme. Pero el comentario de mi madre llegó antes de esto relatando la famosa barca roja.

-Eras un bebé en brazos, tu padre tuvo un ataque de pánico que impidió segur-.

Bingo. Ahí estaba la respuesta. El médico de cabeza y almas inmediatamente comenzó con sesiones para aprender que mi miedo era el miedo de mi padre. Que ese miedo había traspasado músculo y hueso enviándolo rápidamente a mi cerebro de bebé.

Las sesiones pasaron un camino de entender que yo no soy él, que él no soy yo. Que nadie es otro más que el mismo, que ella no es el, que nosotros no somos aquellos, que ellos no son nosotros, que cada quien carga su caracol con sus cariños, problemas, creencias, usanzas. Que mi abuela no era otra, que ella con su convencimiento y amor imprimía sus miedos a las fauces de animales grandes y dragones acuáticos y mi padre no supo cómo decirle que si no nadaba, se subiría en su futuro a una barca roja con una niña en brazos y que esa niña más tarde estaría golpeando el suelo en un barco platino en búsqueda de ballenas y que, esa niña tendría que estar sentada con doctores de almas para poder recapitular el pasado y poder dar en conclusión, que yo era diferente y que a partir de ahí subiría a toda barca y surcaría todos los mares. Y así lo hice.

Después de ponerme a prueba el miedo fue desapareciendo y hoy busco esa barca roja para decirle al que me carga en ese momento que no sienta miedo, que el mar es bueno y que sus brazos antes de imprimirme un trauma, me abrazaron con mucho amor.

A los padres, a los que quieren tierra firme para sus hijos. A los que buscan que ellos puedan ser capaces de analizarse para ser mejores, para brincar obstáculos, para lanzarse de plataformas. A los que creen en labios rojos y forman platinos.

A los que siempre se recuerdan como los capitanes de los barcos en los que navegamos diariamente. Aunque no sean rojos.

Siempre hay alguien que te espera…

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  1. Maye me encantó tu encuentro contigo misma, con tus memorias e historias filiales. Un gran abrazo

  2. Todas tus historias me encantan. Tu forma de escribir, los relatos, hasta los títulos y fotos me gustan mucho. No me los pierdo. Gracias por compartir