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El teléfono rojo que mantiene una conversación directa…

Hace varios años, en mi adolescencia para ser exacta, conocí a un hombre que en su casa mantenía un teléfono rojo antiguo. El artefacto contenía un disco de acrílico con números y un cable brillante y perfecto que se mantenía desconectado de la línea de Telmex.

Ese aparato tenía una finalidad muy clara en su familia: descolgarlo y marcar al número inventado que llamaría inmediatamente a Jesús, el profeta.

Confieso que cuando esto me fue contado quería rápidamente observar dicho ícono de comunicación y observar lo que pasaba alrededor de este. La metáfora había sido vendida por el padre del hombre y todos habían comprado el mensaje, así, cuando se estuviese de malas, o de buenas, o en soledad, o en júbilo al tomar el auricular podías contarle todo a ese amigo que se había mercadeado por siglos como alguien más formal.

El aparato rojo fue testigo de lágrimas, de aventuras, de saludos deseosos de buen día, de petición de consejos, de elecciones de desventuras. En esa edad entendí que algo que es tan magnánimo puede tomar el lugar de algo a nivel más bajo, ese nivel que necesitamos para romper con dogmas y comenzar una relación con alguien invisible que podría ser tu propio consejero. Esa línea telefónica bajaba a nivel de amigo a alguien que se rodeaba siempre de misterio y respeto frío. ¿Qué mejor forma de familiarizar la fe?

Yo no tuve un teléfono rojo, pero creo que a partir de ahí comencé a jugar con la película de ver al profeta como un igual. Al tener algún enredo o circunstancia me preguntaba…¿Qué me diría Jesús sobre esto? Y jugando a la conversación hoy entiendo que era yo misma desde otro punto de vista contestando mis dudas. Y funciona, a mí me funciona.

¿Cuál es el ingrediente de que estas conversaciones tengan sensatez? El creer que existe alguien o algo que es más grande. El sentir que el techo lo tienes cerca y que cuando se convierte en descapotable ignores el sentirte descobijado. Algo más grande, algo que guía, algo que acompaña, algo que no castiga, que sólo conversa, que solo añade palabas que se buscan para completar una frase. Esa para mí es la fe.

Hoy se culmina la Semana Santa. Hoy supuestamente reflexionamos sobre lo que pasó según escrituras y se hace una evaluación con el presente. Mi reflexión de años atrás a la fecha es la misma: imagino a ese hombre que vivió hace siglos y que pasó toda una epopeya para que fuera el símbolo humano de una doctrina tan elevada, un enlace a lo terrenal, un conocido amigo que explica con hechos lo que otros no pueden en sermones de horas en templos oscuros.

Mi reflexión siempre es la misma. Imagino a ese amigo en un hoy ¿Qué diría? ¿Qué pensaríamos de él?

Imagino a un hombre de buena presencia de piel bronceada con una camiseta blanca y unos jeans deslavados. Descalzo, o con calzado muy mínimo y llegando en un tren a Roma por la estación Termini. Se bajaría del tren Trenitalia y quedaría pasmado por la cantidad de usuarios y comercios de todo tipo y se perdería para buscar la salida a la calle Via del Corso. Ya fuera caminaría entre taxis, ruidos de ambulancia, farmacias de cruz verde hasta divisar el Coliseo. Se emocionaría, creo yo, pero dicha emoción pasaría pronto al ver la cantidad de turistas en fila para entrar a los adentros romanos y preferiría largarse pronto a la estación que lo llevará a ver la casa de su padre.

Línea 64, metro atestado con desembocadura a Via de la Conciliazione. Sería un día común de la semana y sería testigo de la obra barroca de Bernini con sus columnas y sus ojos serían platos anchos al sentir la magnificencia de la Basílica de San Pedro. Con suerte caminaría a su lado derecho para poder entrar y ver con sus ojos el techo más celestial del mundo, la Sixtina, esa de encargo papal y con el carácter de Miguel Angel peleando con el Cardenal de Cesana. A ese cura, Jesús lo reconocería en el lado del Infierno.

Voces, gritos, selfies, cámaras y multitudes caminando en la plaza buscando por 84 euros tener una bendición papal, esa que colgada en paredes atestigua que se viajó a Roma o por lo menos, se conocía al viajero que la traería de encargo. 84 euros, por cada uno, por todos…

Jesús a mi parecer saldría de ese conglomerado de estados pontificios de prisa para poner su piel a salvo, porque va descalzo, porque tiene el pelo largo, porque posiblemente su última ducha habría sido días atrás. Comería alguna pasta mal cocida por 34 euros más el impuesto de la ciudad del Vaticano y buscaría algún momento, después de ingerir sus alimentos, para sentarse a reflexionar en calma.

En mi reflexión particular parte de sus pensamientos serían…esto no es lo que mi padre pidió, esto no es lo que se buscaba a través de mi cruz. Pero seguiría descubriendo la actualidad del ser humano y trataría de encontrar esas sonrisas y miradas francas de muchos que viven su vida sin los dogmas con pasos ligeros, sin cargas, sin ataduras. Seguro buscaría integrarse en un grupo así.

Jesús hoy sería ampliamente rechazado por muchos. Un sublevado, de pelo largo, tumbando templos, recolectando a 12 a su mensaje, caminando y dictaminando errores, elaborando metáforas para que muchos entiendan verdades, ayunando y dando sermones en un monte.

Jesús lo sabe. Y tuvo que venir, según las escrituras, de una forma rompedora, ruidosa y poco común para llamar la atención de todos. Tuvo que bajar a su nivel a personalidades fuertes y las dos mejillas se expusieron para darnos cátedras de humildad. Pero hoy Jesús, en Roma, estaría plagado de gitanas queriendo leerle la mano para advertirle que algo fuerte vendría a sus 33.

El teléfono rojo me dio una enseñanza, una muy simple. Que a grandes hombres se les puede hablar como grandes amigos. Que lo que está muy arriba puede estar muy abajo y es ahí donde se aprovecha el momento para ajustar una relación de iguales, de cercanos, de tú a tú.

El teléfono rojo me enseñó a alejarme del castigo, de lo malo, de lo señalado, de lo que se dicta de pecado para amenazar toda conducta no incluida en una tabla de piedra de siglos atrás.

El teléfono rojo es hoy un conducto para apoyar a uno que fue diferente, que puso al mundo en su contra, que fue castigado, que besó a una prostituta y que no le importaba en lo más mínimo el número de monedas que se cargaban en los portafolios de piel Prada. No tenía zapatos, no tenía ínfulas, no tenía una silla con adornos de oro que son los símbolos hoy de algunos que quieren tomar su lugar.

El teléfono rojo y tú, ojalá que tú converses con un hombre que hoy sale de una cueva para decirte que siempre contestará tus llamadas. Y que por más que intente, volverá a tomar el tren de regreso desde Roma hasta su casa actual. Porque ahí, en esa casa su imagen se salva más que en las calles de piedra ruidosas de hoy.

Siempre hay alguien que te espera…

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