
El suéter del comunismo…
Melancolía: Tristeza vaga, profunda, sosegada y permanente, nacida de causas físicas o morales, que hace que quien la padece no encuentre gusto ni diversión en nada. Esa es la definición simple y llana en una palabra que encierra tantos momentos, añoranzas, costumbres, pasado.
En 1989 hice mi primer viaje al viejo continente. Tan joven y tan niña con ojos de asombro haría lo que intelectuales definen como el viaje de lo superficial, lo famoso, lo que las guías marcan. Conforme crecemos y repetimos lugares ya lo famoso se vuelve tedioso y se busca lo local, lo no visitado, se descubre lo que será cimiento de los gustos personales que luego se convertirán, paradójicamente, en las recomendaciones que regalas a otros que visitan por primera vez un lugar.
Éramos 45 mujeres que junto a dos maletas que en aquél entonces se permitían, cruzábamos el atlántico en búsqueda de conocer el Hard Rock Café. Ahí, entre risas y asombros aprendimos que cada País tiene sus bellezas, sus defectos, sus platillos típicos y sus momentos de cultura y arte. Entre el itinerario extenso de casi 50 días había una ciudad que se colaba en el listado de las capitales europeas occidentales. Belgrado.
Mi memoria casi fotográfica recuerda el tropiezo que leí cuando con letras negras se mostraba que la estadía sería de dos días para pasar a otra ciudad, de la misma familia, llamada Sagrev. Fue interesante, mis huesos y músculos atravesarían por primera vez una frontera a un País Comunista: Yugoslavia. Con esto aprendería en comparación con otros lo que este terrible y abominable régimen se leía en libros de texto. O por lo menos, lo que nos vendieron bajo esas etiquetas.
En un camión de turismo y con dos guías a cargo de nosotras cruzamos la que sería, a mi juicio, la aduana más silenciosa, más observada, más intrigante.
Había un proceso: entrega de pasaportes y visas al militar, luego una inspección en cada asiento, evadir contacto visual y contestar sólo si se pregunta algo. Ellos en su oficina escribirían los nombres de cada una de las 45 con los datos de identidad en una hoja, supongo, producto de la fábrica de papel del estado.
Entramos. Todo era un misterio al descubrir que Belgrado tenía los árboles más verdes y los cielos azules. Tenía las miradas fijas y los caminados automáticos.
Confieso que, en esas edades yo no investigaba como hoy y mi lectura todavía no era la selectiva que hoy poseo. Mis gustos se estaban formando y los regímenes políticos no eran de mi interés. Por lo menos hoy, antes de defender o declinar algo, trabajo en empaparme de una lectura profunda y la formación de opinión individual y no colectiva.
Pero volvamos a Belgrado. Recuerdo el Hotel grande y con un gusto casi Imperial, con cortinas rojas de terciopelo y con el turismo callado, distante. Pero ahí estábamos 45 que llevábamos las sonrisas y divertimentos mexicanos y que el bullicio nos situaba entre miradas.
Antes de salir a la calle en tiempo libre, la guía Austriaca nos juntó para prevenirnos de lo que pudiera ser una situación especial. Imagino que fueron otras palabras sus instrucciones, pero las que redacto a continuación son las que mis oídos escucharon.
-Yugoslavia hoy es una República Federada. Su régimen es comunista bajo el techo de Dictadura Militar Absolutista. En las calles reinan los militares. No son de goma, son seres humanos que juraron ante el poder cuidar y hacer respetar las normas. Los negocios son de Estado. Las normas se obedecen o bien, las consecuencias corren por cuenta de cada una. El toque de queda es a las 8:00. Toda la gente, sin diferencia alguna debe de estar bajo techo a esa hora hasta la mañana siguiente.
Disfruten, observen, aprendan. Y hagan en lo posible, silencio.-
Con mi curiosidad a cuestas convencí a un grupo pequeño de amigas para visitar el centro y poder comprar lo que sería el suvenir más recomendado de aquella región. Suéteres del mejor cachemir, de una lana exquisita, de una lana tejida por las manos obreras de personas que estaban acostumbradas a su vida de 6 a 8.
Para poder adquirir esas bellezas había que acudir a la sucursal bancaria del estado para que nos vendieran a canje de dólares la moneda local. Nunca olvidaré esa masa de escritorios de acero con personas casi uniformadas que tras inspeccionar nuestros pasaportes nos sellaron una papeleta para ir a otra fila a tener los billetes grandes con la cara del ex comandante Tito.
Frente a la sucursal bancaria, la tienda de lana, a un lado de la tienda de lana, un café con letras diferentes, a un lado del café, una tienda de tarjetas y litografías, y a un lado de la tienda, una estación para encontrar rápidamente un taxi que nos llevara al de las cortinas rojas antes de las 8:00 p.m.
Mi corazón latía fuerte, faltaban minutos para que el reloj llegara a su límite cuando pudimos, por fin, ingresar al que sería territorio seguro e internacional.
Lo que hicimos los demás días fue lo que yo llamo un panorama general de repúblicas que mostraban lo que tenían contenido para estallar en los 4 años siguientes.
Un estallido que se convirtió en la pulverización de todas las repúblicas y que llevó a lo que conocemos como la Guerra de la Yugoslavia. La Guerra más sangrienta después de la II Guerra Mundial. Una que tuvo que aplacar Clinton con unos pocos soldados de OTAN, demasiado tarde, demasiado arrítmico. Un aplacamiento rápido y huída ante el hecho simple y mundano de la escases de petróleo o de cualquier bien que pudiera beneficiar a nuestro vecino del Norte.
Entre toda esa historia algo que llamó mi atención fue conocer el papel de un Dictador. Josip Broz Tito.
A él la gente lo odiaba y lo amaba. A él se le otorga la estabilidad del País y la unión única de las Repúblicas. Todas juntas, todas recias. Todas desde la culminación de la II Guerra Mundial. A él se le debe la demarcación del límite con Stalin, la defensa ante una Guerra Fría.
A él se le debe la estabilidad que una vez tuvieron, la época dorada, la cerveza y la lana. Pero a él se le debe también las masacres de opositores, los que enviaba a tierras lejanas, su opulencia, su lujo extremo. Visitado por estrellas de cine, monarquías, reyes, intelectuales. A Tito se le respetaba.
Pero Tito era un Dictador.
Un Dictador que hace las tareas de Dictador. Que no da permiso para salir de noche, que todo lo toma para que el estado lo posea, que tiene en sus haberes el control de un canal único de televisión y radio, que controla lecturas, comidas racionadas, que sabe los pasos, que canta los cantares. Un Dictador que, por su naturaleza, oprime la expresión. Una expresión que tiene que ser maniatada, callada, inexistente. Una expresión que ni siquiera la gente imagina porque no puede ejercerla.
Pero los suéteres que compré para mi familia son los que me recuerdan todavía que existe gente que la melancolía yugoslava sigue de visita en su casa.
Yugonostalgia. Yugonostálgicos.
Todavía hay ojos en esa región que añoran lo que fueron antes de las masacres. Todavía hay oídos que lloran sus ruidos, bocas que extrañan sus sabores, tactos que extrañan sus formas. Y en estas líneas determino que con lo que nacemos estamos, siempre, con las costumbres de lo diario, lo que acompaña nuestro crecimiento. Y romperlo cuesta. Y reflexionar opiniones cuesta más. Y formar una opinión propia y no ir en la colectiva social también cuesta. Y aprender a leer e investigar antes de accionar es un proceso que se evita como se evita caminar de noche a solas. Porque los hábitos son difíciles de romper y las opiniones difíciles de expresar ante un colectivo que se sumerge en la nostalgia de un poder que siempre estuvo.
Hoy los suéteres siguen en los cajones. Son tan buenos que, a pesar de todos estos años, su deterioro apenas se divisa. Fueron hechos por manos que hoy estarán rompiendo sus paradigmas en una paridad de moneda diferente.
Melancolía, extrañar el pasado con tanto pesar que evita la reflexión inteligente de un presente.
Siempre hay alguien que te espera…