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El pantalón verde es un buen tequila…

Tengo una costumbre cada cambio de estación. La de revisar lo acumulado y dar limpieza a los lugares de la casa que están por abrir sus puertas al viento. Con cuidado reviso, clasifico y envío lo que ya no danza conmigo para que pueda iniciar otro Tango con personas que lo necesiten. Personas listas de un ritmo que yo ya me cansé de bailar.

Un rincón que acostumbro escudriñar es el Closet. Mi closet. Me gusta que todo lo que ahí esté posicionado se use. Todo. Y si algo no vibra, sacarlo en el baile antes mencionado. ¿Por qué acumulamos? ¿Será que son los momentos en los cuales adquirimos las piezas los importantes y no la pieza en sí?

Hace días comencé el concierto de ritmo de limpieza y me topé con un pantalón verde. Mis ojos se desorbitaron. ¿Qué hace esto aquí? Aunque está en las mejores condiciones, les aseguro que bailó lo suficiente para sacar ampollas. Pero entendí que no quería quitarlo del repertorio por el recuerdo. Chicago. Viajes a Chicago y en uno de ellos, ese pantalón se había colado.

Chicago ha estado en mi memoria desde niña. El único hermano de mi madre emigró a la ciudad de los vientos desde joven y sí, hizo su sueño, tuvo su familia y gozó del éxito y la tranquilidad siempre perseguidos. Desde pequeña veía las postales que llegaban con fotos de niñas y niños sonriendo en la nieve.

Mi primera experiencia en esta increíble ciudad fue hace ya varios años. Confieso que tardé mucho en visitar a los míos allá por el motivo que ellos venían acá. Pero ese viaje, el primero, hizo que me enamorara de los vientos y su arte de museo, sus comidas exquisitas, su arquitectura perfecta y las carcajadas familiares más extensas. Mi tío siempre fue el hombre de la ocurrencia, de la alegría, con un físico estilo Clint Eastwood y los brazos más grandes para abrazar. No lo recuerdo enojado. El siempre veía el lado divertido y le gustaba que lo imitáramos en eso. Paraba el tráfico. Justo en ese viaje adquirí los pantalones verdes. Estábamos en una tienda que mostraba las escaleras premiadas por la Escuela de Arquitectura. Y ahí estaban. Así que en impulso los adquirí para mi danza. Siempre que los usaba, recordaba la sonrisa de mi tío.

El segundo viaje fue en épocas gélidas. Había que probar qué tan fuerte era ante los -14 grados. Fue mágico. Ver la ciudad de blanco y las escenas del patinaje de películas famosas fue de las más emblemáticas. Y mi Tío mostrando el cuidado de la sorpresa y asegurando que viéramos todo lo que conlleva una nieve blanca. Estampa blanca. Nieve. Hielo.

Mi tercer viaje mostraba un motivo no tan grato.

-Vengan pronto, mi padre esté muy enfermo y no creo que salve la semana-.  Una de mis primas advertía de esto y yo necesitaba que los hermanos se despidieran.

Así que en menos de 30 minutos ya estaba arreglando detalles, empacando y cargando con la tristeza de mi madre que necesitaba ver de nuevo a su hermano. No hubo Museos. No hubo restaurantes. Ni paseos, ni animales en zoológico. No hubo Avenida Michigan, ni compras, ni pizzas, ni palomitas con queso cheddar. Tampoco helados a la orilla del lago. No hubo barrio chino, ni visitas a la Universidad, ni premios de arquitectura, ni Al Capone. No hubo incendios que recordar, ni caballos que montar, ni chocolates con precio de órbita.

Sólo hubo intensos días en un Hospital frío en su área de cuidados intensivos. Sólo hubo el momento exacto cuando abrimos la puerta de su habitación, su sonrisa envuelta en cables, pero con la mente más clara que nadie puede tener. Entre pláticas y cafés nos pusimos a recorrer fotografías y recuerdos que provocaban que los ojos sacaran agua de la felicidad. Pero él quería algo. Quería algo más. Platicaba que su deseo era volver a probar la Horchata. Y el Tequila. Insistentemente hablaba de dos bebidas muy mexicanas y muy lejanas para él. El cardiólogo fue claro:

-Consigan eso que pide, que su deseo se cumpla. Estando en fase agonizante es de buen humano satisfacer-.

Así que me apliqué como la que usa el cronómetro a milímetro. Fuimos al barrio mexicano y recuerdo haber estado en una taquería que sería un papel calca de la Capital Mexicana. Con pastor y piña. Con mandil de bandera tricolor.

– Horchata por favor. Mucha. En vaso desechable.-

Y como si fuera un rally, corrimos al mercado más cercano para adquirir el Tequila. Reposado. Muy mexicano. Y así llegamos a la sala fría con ritmos de botones que advierten soplos de vida. Ingresamos a la habitación y avisamos al Doctor. Las instrucciones eran claras: cerrar bien la puerta, darle sorbos de a poco, muy poco tequila, sólo degustar. Degustar y saborear. Con cuidado. –Conmigo presente. Conmigo para medir sus signos y tranquilizar a las máquinas-.

Prometo que mi tío tenía otro color. Se acordó de todos sus momentos de vida con horchata, recordaba libros, películas, personas. Todos lo cuidamos. Todos tomamos. El cuarto frío fue, por ese momento, un carnaval. Mi tía y primos vivieron un episodio especial y nosotros, la visita, las que pusimos desorden con permiso, la satisfacción de dos líquidos alegrando almas.

De regreso a mi tierra, con el cansancio a cuestas, recibimos la llamada que esperábamos. Mi tío se había ido. Tranquilo. Se fue mientras volábamos. Se fue tratando de viajar al mismo tiempo de nosotras. Por la ventanilla del avión, supongo, se asomaba. La tristeza de que alguien parta retumba. Pero retumba más sabiendo que se fue con algún deseo pendiente.

Con él no pasó. El tomó su Horchata. Tomó tequila.

Mi tía se fue varios años después con él. La bruma del Covid se la llevó. Diciembre 2020. Sin poderle dar su bebida. Pero satisfecha que estaría de nuevo con el esposo más alegre, más sencillo y más divertido. Ahora juntos hacen sus bromas, arriba, muy arriba, y sin duda estarán buscando un tequila cada vez para brindar.

Mi pantalón verde me recordó esa historia. Si cada prenda que sacáramos de las puertas de un orden susurrara una historia, estaríamos varios años dentro de esas puertas. Estaríamos decidiendo si se va o se queda. Y las prendas, si hablaran, creo que dirían que otras personas necesitan hacer sus propias historias de nuevo. Con nosotros ya concluyeron. Ya son pasados. Ya no regresarán. Pasado. Recordado.

A otras personas, ese pantalón verde, lo sé, las hará bailar de nuevo, tal vez al son de un tequila en un viaje inesperado. Tal vez visitando una taquería. Tal vez con alguien que tenga la sonrisa de Clint Eastwood. Tal vez con alguien tan alegre que hasta un cuarto de hospital pueda alegrar.

Y yo sigo limpiando cosas. Sigo encontrando los sentidos de sus historias. Y seguiré con la costumbre de hacerlo recordando danzas y provocando nuevas.

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  1. Bellísimo, me encantó excelente narración…
    Perfectamente bien llevada y estructurafa…
    Felicidades!!!!
    Me sacaste las lágrimas…🥰♥️