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El pánico de un mar que abrazó el Titanic…

Mucho se habla en tiempos actuales de ataques de pánico. Habrá gente que no ha vivido esos momentos en que se siente que la vida se va en un delgado tubo de ensayo para posteriormente cegar todo elemento de visión tratando de buscar una salida. En menor o mayor escala, estos momentos de cuidado se hacen repetitivos en formas imprevistas y en los escenarios menos acostumbrados. Son ganadores los que sienten ese estallido cobijados en la seguridad de un hogar.

Definamos ataque de pánico según la web: son períodos en los que se padece, de una manera súbita, temporal y aislada; un susto, un miedo, temor o malestar intensos, con una duración variable que suele oscilar entre 10 y 30 minutos, aunque en algunos casos se han reportado ataques de una hora. Generalmente aparecen de manera inesperada, y pueden alcanzar su máxima intensidad en unos 10 minutos. No obstante, pueden continuar durante más tiempo si se desencadenan debido a una situación en que la persona no es, o no se siente, capaz de escapar; lo que puede generar desesperación. Al parecer, el ataque de pánico se desencadena tanto por factores externos —como afrontar una situación que produzca intranquilidad al sujeto— como por los significados que da, en su vida emocional, la persona que experimenta esas circunstancias externas.

En 2006 hice un viaje tan tranquilo y apacible que era casi imposible resistirse. Nueva Inglaterra. En un barco grande, con comida suculenta, música clásica y gabardinas de diario por el clima que lloraba por medio de las nubes grises. Es un viaje tan recomendable por la paz y vista de paisajes que nosotros no tenemos en nuestro país. Flora y fauna diferentes, caldos de mariscos, salmones rosas con rodajas de limón y mucho vino tinto.

Dentro del itinerario se asomaba una ciudad llamada Halifax. Muy al norte, de casas de madera, de calles estrechas y cementerios grandes. Halifax es la ciudad que recibió a los pocos sobrevivientes de la catástrofe arrogante de mar llamada Titanic, el barco que “Ni Dios podría derribar”. Y Dios, al regalar el libre albedrío, entregó la respuesta al ego más amplio de seguir navegando cuando una emergencia debió de anunciarse. El resto de la historia lo conocemos bien gracias a Kate Winslet y Leonardo Di Caprio.

Así es conocida esa ciudad. Por eso, el más amplio Museo de objetos de Titanic donde todos se retratan en la poltrona rota de madera y advierten los cubiertos de plata oxidados.

También es conocida por los dos incendios que acabaron prácticamente con tres cuartas partes de la ciudad, no un incendio, dos. Resulta que ahí es precisamente donde los barcos que navegan para entregar mercancías pueden confundir sus brújulas hasta que chocan. Los dos accidentes notaban que, en vez de transportar víveres, dichos barcos llevaban pólvora. Y en un abrir y cerrar de ojos la ciudad se pintó de naranja y su calor fue de magnitud sublime para que en escasos minutos las casitas de madera desaparecieran.

Ante tanta historia negativa y con el impacto de lo anterior decidimos que con un tour pequeño bastaba. Necesitábamos alejarnos un poco de un escenario no tan grato para poner límite y reír de forma segura. Así que nuestras tarjetas de crédito se encargaron de proveer un tour para ver ballenas. ¡Ballenas! Esos animales siempre me han dado ternura y respeto así que verlas en formato salvaje sin control hizo que mis ojos brillaran.

La cita era temprano en el muelle para salir en un barco de formato chico de dos pisos. Con clima helado y un desayuno ligero nos aventuramos para ver si Moby Dick vendría a ser parte de las fotografías. Y comenzó la odisea.

Yo decidí quedarme dentro con mi madre por temor a la gripa más fuerte que pudiera desatarse. Recuerdo que compré una dona de chocolate y un café. Estaba tan tranquila y en un segundo después otra alma se apoderó de mi cuerpo.

Gritaba, pataleaba el piso, mi cabeza se descontrolaba y no podía sostener cordura alguna. Al poco tiempo advertí que no era la única persona con algo que no sabía explicar. Mi madre tomó mis manos para tratar de ayudar y varias personas vinieron a mi alrededor para acariciar mi pelo, dar palabras de calma, medicinas, coca colas, dulces y todo lo que nos enseñan de pequeños para quitarle la angustia a alguien.

Yo no era capaz de ver a los ojos, yo quería estar en tierra firme, yo quería comer dignamente una langosta sin ir y venir de olas.

A los pocos minutos y con los zapatos gastados de tantas patadas al suelo vino una persona de la tripulación. Me llevó a un camarote, me acostó, puso pulseras especiales en mi muñecas y me preguntaba sobre lo que sentía. Mi respuesta fue muy corta:

-Sé que voy a morir aquí.-

Así sentía mi ser el episodio. Al poco tiempo recibía otra visita de tripulación que fue mi cura. Me comentó que las olas estaban sobrepasando la altura promedio y que la movilidad del barco era muy extrema. Que había más personas como yo y que por protocolo de seguridad había que regresar a tierra. Ellos no podían arriesgarse a alguna demanda. ¿Demanda? –Yo lo que quiero es pisar tierra firme-, comenté.

Al poco tiempo el altavoz del barco sonaba con ritmo para avisar que regresaríamos a costa, que el dinero del tour sería devuelto a todos y que se recomendaba bajar tomados de manos por el vaivén tan fuerte que se vivía y el período de estabilización. Que pasaríamos despacio por la casa de Martha Stewart y de Bill Gates para que viéramos algo interesante. Casas de millonarios a cambio de animales amigables. Buena jugada.

Ya en tierra y con mis piernas todavía débiles advertí que mi rímel estaba marcado en toda mi cara, uno a prueba de agua. Pensé que había llorado de forma tan potente que cualquier marca de maquillajes no podía asegurar.

Y fui directo a comer langosta. Una tan deliciosa que ha sido mi favorita de siempre. Quise imprimir algo bueno después del caos.

Al retornar al barco grande tenía una cortesía en mi camarote. Ellos tan bien informados sabían de los pasajeros que habíamos sufrido pánico.

Y fue ahí donde cuestioné el episodio y dialogando con gente en la cena de gala de esa noche se le puso nombre: ataque de pánico. Para mí eso era nuevo y ruego cada día porque no suceda otra vez.

El pánico se transita lento, advertirlo en otros exige de nuestra ayuda y compasión. Tomar las manos descontroladas y dialogar sobre los hechos. Mi cura fue saber que algo externo era el causante y que yo estaba en lo correcto. Que ningún humano soporta olas salvajes de más de 5 metros. Al saber la verdad mi mente comenzaba a poner en escalones los siguientes pasos.

Paradójicamente pasó en Halifax. Donde todo ha pasado. Donde se piensa que existen ciudades que son presas de acontecimientos sin descontrol. Pero paradójicamente también son ciudades fuertes que se vuelven a erigir, que dan descanso a muertos de episodios de películas, que dan poltronas para hacer la foto perfecta.

El Titanic se hundió, hace mucho pasó. Y sus muertos están en un paraje de flores en una ciudad que ha visto las llamas dos veces. También han visto turistas con lágrimas negras y respiraciones aceleradas.

Y yo sólo espero que nunca el pánico vuelva a aparecer y que si así fuese, encuentre a mi lado a alguien que sepa pronunciar la verdad en sus labios.

Y sigo pensando en esa langosta, tan roja, tan firme y delicada. Una que fue acompañada de la más fina materia grasa amarilla suculenta. Y cuando ese animal rojo lo observo de nuevo pienso en la capacidad del ser humano ante hechos agresivos que permiten reflexionar que para todo, en la mayoría de las suertes, existen curas.

Siempre hay alguien que te espera…

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