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El lápiz labial Rojo es un Flan Napolitano

Mis abuelos paternos fueron cosa seria. Nunca imaginaron las historias que tatuaron en mí y si lo supiesen, su risa se extendería hasta lograr que sus ojos tuvieran agua.

Eloísa era ella y Antonio, él. Se enamoraron dando vueltas de diferentes lados por la Plaza. Eso se usaba. Arreglarse bien para ir a buscar las pupilas del que sería el acompañante de vida. Ella contaba que con ese solo gesto, ya sabía que Antonio la acompañaría siempre. Y así fue. Con los años tuvieron tres hijos, el mayor mi Padre. Un hombre que aunque creciera, sería lazo umbilical con ellos de vida. Y con él su amada, mi madre, y los 4 críos, que de ellos formo parte yo. La pequeña, la no planeada, la que gustaba de encontrarlos cada tarde después del colegio. Cuando comencé a crecer, puse atención a las frases y refranes de mi abuela. Para todo tenía la palabra perfecta, sanadora. Puse atención a las manías de mi abuelo. Siempre arreglado, perfumado, informado. Eran un par de muñecos que sabían que la vida se tejía de higos, libros y música. Y la más exquisita cocina. Mi abuela cocinaba como los ángeles. Tenía recetas inventadas con ingredientes exóticos, plantas, hierbas aromáticas, tiempos de cocción “al ojo”. Mi abuelo mientras tanto, viajaba como trompo. Me atrevería a decir que su maleta estaba ya hecha para salir a la más mínima oportunidad. Viajaba de trabajo, con Eloísa de placer. Pero amaba estar fuera de casa. Salía, recorría carreteras y cielos. Entre eso crecí.

Había una costumbre familiar de domingo, siempre todos arreglados a disponer de la comida fuera de casa. Y existían lugares que eran los mantras. Entre ellos, existía el restaurant de un Hotel situado en pleno Centro. El Paso Autel. Si bien hoy ese sitio no es muy recomendado, en esos años era el lugar donde muchas familias de esta tierra degustaban platillos deliciosos. Los domingos. Los días familiares.

Mi recuerdo siempre está en el mismo mesero que nos atendía. Napoleón. Napo. Con rasgos orientales y un cuerpo enorme. Con él descubrí el Flan Napolitano. El mejor Flan Napolitano. Cada sábado me llenaba de alegría porque sabía que al siguiente día degustaría un plato de ese Flan, de esa azúcar, de esa leche cuajada. Al llegar el momento de ordenar, siempre sería Flan. Más Flan. Yo sólo quería Flan.

Mi abuela y mi madre al advertir la obsesión por ese postre, hicieron la petición más fuerte a Napoleón. Tenían que andarse con cuidado, no fuera a ser como Bonaparte y no le gustara que pidiesen un secreto. Pero se atrevieron a decir las palabras mágicas: ¿Podrías darnos la receta? Pero Napo fue más atrevido y nos invitó a conocer la cocina y la preparación del Napolitano más delicioso del orbe. No había fotos, había una hoja de libreta y una pluma. Y la receta entró a mi casa como hoja de testamento. Mi madre compró los moldes pertinentes que ocupan el lugar privilegiado en la cocina. Dos moldes. Dos que ya están deformes de tanto usarse, pero si no es ahí, juro que la receta no queda igual.

Y por ese recuerdo escribo sus pasos:

-El horno debe precalentarse a 350 grados. El horno, la casa de los alimentos que se degustan día con día y que emanan calor a la cocina. Esa cueva mágica testigo de transformaciones.

-Dos moldes de aluminio, uno más grande que otro, uno que abraza al pequeño y el pequeño, pieza central.

-Una vasija de amplio grosor que recibirá 2 tazas de azúcar a fuego muy alto para convertirse en ámbar líquido. El caramelo. Con cuidado de tratamiento, usando guantes gruesos para evitar la quemadura.

-El caramelo brilloso y líquido pasará al molde pequeño, cuidando de moverlo para que todo el fondo sea café oscuro.

-Ingredientes de mezcla en una licuadora, artefacto moderno, el que salva toda comida. Una lata de la leche condensada, una de la leche evaporada, una cucharadita de extracto de la vainilla de Veracruz y cinco huevos frescos, todos en melodía hasta formar una mezcla dorada que espuma arriba.

-El líquido de dioses se incorpora al molde de caramelo y entra a la cueva. El molde grande se llena de agua para que el pequeño flote y se nombre baño maría. Una hora completa estos artefactos bailarán con el calor hasta que salgan de la cueva.

-El dúo de metal se enfriará en el ambiente y si se pudiera, a un lado de la ventana, para que el fresco llegue.

-El paso final es un salto mortal con tres vueltas estilo Nadia Comaneci y el temple debe gobernar. Voltearlo al platón de presentación para que una cueva, ahora fría, lo reciba. Y no tocarlo, aunque parezca proeza, esperar. Esperar a que esté helado, firme y celestial.

-Acompaña con felicidad, con sonrisas y con la Fe que estás probando a un Oriental llamado Napoleón.

Mi abuela decía que cuando se tiene un momento triste, la mujer se tiene que pintar los labios de rojo. Y de rojo también se pintan cuando un Napolitano se degusta. Porque no es momento triste, es momento de curar una posible tristeza que esté por  venir. Es la anticipación de un momento que si sucede, será rojo y de dorado líquido en ámbar de cueva.

Y los labios son rojos, y de Antonio y Eloísa va la historia y de un pedazo de azúcar que nació de una comida familiar.

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  1. No cabe duda que los mejores recuerdos provienen de los momentos con la familia, pero resultan «más sabrosos» cuando se cuentan de esta manera. No solo lo disfrutas con la lectura, lo disfrutas con la imaginación y a tal grado que puedes «sentir su sabor». Felicidades!!

  2. Bellísima historia!!…la disfruté!. Legado familiar que prevalece a través del tiempo❣️