El arrullo de una bicicleta es el sosiego de una ciudad…
Las primeras bicicletas son las que de niños obtenemos por regalos, premios o bien, costumbre de divertimento. Con ellas aprendemos desde temprana edad a tener equilibrio, valentía y mucha perspectiva que se va adquiriendo a golpe de resbalones, choques con espejos de autos o bien el desenfreno que culmina con la clásica caída. De merthiolate y alcohol en algodón vivimos una etapa preciosa, muchos de nosotros, en un aparato hecho de ruedas, cables, plásticos y mucho fierro pintado. La mía era de color rojo metalizado con dos ruedas de apoyo que mis padres decidieron quitarlas al verme que cumplía con el estándar normal de sólo un resbalón diario. Así que imaginaba que volaba con el artefacto por las calles como si fuera el ensayo para un premio internacional. Me gustaba pedalear y luego suspender los pies para ir de “vuelito”.
Más tarde en mi familia habría una bicicleta de las más serias, las que llamábamos “de carreras”, donde el cuerpo se inclina totalmente y la espalda parece tabla alineada con el suelo. Esa era de mi hermano y cuando podía, trataba de imitar esa silueta de tabla y sentía que por fin mis dotes de ciclista eran serias. Las otras eran de infantes, estas eran de adultos.
Muy temprano entendí que mi deporte más disfrutable sería la natación y olvidé las bicicletas como cuando olvidas algo pasajero. Hoy las veo y me recuerda que formaron parte de mi etapa de risas y caídas y mantengo todavía una cicatriz en la rodilla izquierda.
Esta semana trataba de buscar un buen documental para aprender sobre algo nuevo y mi atención se fijó en un pequeño compendio de entrevistas a negocios pequeños y diferentes en ciudades europeas. Varios fueron innovadores pero el que más me conmovió fue uno que se localiza hoy en la ciudad de París. Abierto durante la pandemia, como muchos, cuatro jóvenes desempleados comenzaron a tratar de dibujar algo diferente. Pero la cuestión es que de innovaciones que carecen de aplicación en la vida diaria, mueren negocios. Por más estrambótico que parezcas, si el aterrizaje a lo cotidiano y la resolución de alguna problemática son escasos, desaparecerás en un dos por tres.
Observaron los cuatro que el medio de transporte más usado en la ciudad luz es hoy la bicicleta. ¿Quién no ha sufrido un atasco de tráfico en la bella metrópoli cuando vacaciona? Por más sistema de metros subterráneos y camiones con carteles de Dior es casi asfixiante tolerar la hora pico. Se camina mucho, mucho, pero otra parte de la población usa el medio de transporte de dos ruedas como si fuera decreto presidencial. Este transporte ha subido su uso cada año más y hoy se ha convertido en parte de la cultura francesa. Pan, mantequilla, bicicleta.
La ciudad que tiene zonas protegidas ha invertido para crecer en vías para que todos los trasportes convivan entre sí, como en una cena Michelin de varios tiempos.
Los jóvenes observaron el proceso de vida de una bici común, desde la compra hasta el depósito que es donde van a parar todos estos artefactos viejos, desvencijados. De dicho vertedero es prácticamente gratuito adquirir piezas y llevarlas a casa. Muchos las usan para hacer piezas de arte contemporáneo pero ellos decidieron darles otro uso.
Alquilaron un pequeño taller en un barrio muy chic para enmendar con todas las piezas varias bicicletas nuevas. Con toda la delicadeza que esta tarea requiere y con la paciencia de un payaso en fiesta infantil cada tuerca, tornillo, rueda, cable se embonan de forma perfecta para dar vida a una nueva edición de bici. Los precios de estas oscilan entre los diez a los cuarenta euros. Una ganga para un habitante que justo acaba de tirar su bici y ocupa algo sencillo sin endeudar el bolsillo.
Poco a poco el atelier comenzó a tener fama para los ciclistas de diario, los que van al mercado y trabajo, universidad y cenas familiares. No eran los deportistas los clientes habituales, eran tú y yo viviendo en una urbe cada vez más llena de todo. Ahí, en la pequeña ventana observaban los precios ridículos y modelos “ready to wear”.
Así, con esta publicidad tan cómoda, de diario y que resuelve una problemática el taller comenzó a crecer hasta llegar a formar parte de una serie de vídeos que una mexicana observaría un martes por la noche.
Dentro de su idea agregaron recientemente algo que es lo que conmovió mi corazón. Conociendo la cultura tan individual europea decidieron, los cuatro, que su negocio crearía comunidad. Los sábados por las mañanas, si se acude al establecimiento, se puede llevar la bicicleta y aprender a reparar sus piezas con manos propias. Ahí se encuentran piezas a granel, manos que ayudan, instructores que enseñan. Pero lo más curioso es la fiesta que se forma entre asistentes ávidos de pláticas, de amistades, de parejas. Todos ya tienen el hilo conductor que son las bicicletas, todos tienen la oportunidad de convivir alrededor de una llanta.
Ese día se cumple la misión de los dueños, dar un servicio que sea memorable y que los usuarios recuerden por siempre. Una bicicleta saldrá reparada y el alma, ¿quizá también?
Comentaban al finalizar el programa de lo que ha desatado el famoso negocio. Grupos que se juntan a degustar cenas, a pintar, a acudir a exposiciones de arte, a convivir en mercados.
Esta es una historia de amor en un pequeño negocio. Una que surge de cuatro que buscaron el bien de otros.
Y yo observando el programa sólo podía recordar mi bicicleta roja metalizada con cuatro llantas y el bote de merthiolate rojo que aplicaban en mi herida de rodilla. Hoy es una cicatriz.
El arrullo de una bici, el sosiego de una ciudad….
Siempre hay alguien que te espera…