De Tlayuda y Alebrije
Escojo la Tlayuda para escribir hoy, porque no pude evitar el recordar Oaxaca y su color. Si bien hay temas que se vuelcan controversiales, a mí me gusta reconocer contextos que son salvables ante un presente. Este escrito no es de política, es de la belleza de un Estado que danza fuerte, come recio, camina de colores y nos regala el cielo más azul de un día claro.
En 2017 lo visité. Mi expectativa era tan grande que tuve que contenerla en la calle limpia de mañana frente a casas amarillas. Oaxaca. Tierra caliente. Pero con los cuidados necesarios podrías adentrate a lo desconocido, o a lo conocido pero con otras tonalidades. Ahí estaba yo un Enero con los olores más fuertes y las sonrisas más francas.
El hotel era una casa colonial. Con la gente más sincera y el tiempo más expandido. Todo era de despacio. En nuestro sur, cada movimiento de manecilla cuenta. En nuestro norte se necesita hacer una carrera para al menos alcanzar una de ellas. Se nos van, y se escurren como relojes de Dalí. Así que decidí saborear las manecillas más autóctonas y diferentes.
Oaxaca es de caminado. Es de zapato ancho y bolsa grande para poder coleccionar sus rincones dulces y de tiendas. Es de observar las artesanías más exquisitas y los diálogos de precio. Su Mercado, espectáculo de olores y sabores en los que los sabores aprendidos son los héroes. Un extranjero pudiera colapsar con los ingredientes vistos, pero un mexicano los reta, los come, los toma por delante y les das tres vueltas de círculo. El mexicano se mancha, se limpia superficialmente sabiendo que más tarde podrá lavar a profundidad el episodio. Y se ríe. Y se burla. Y se vuelve a atrever a saborear lo más indómito posible. Así somos. Circunferencias que por encajar nos mimetizamos en cuadrados. Triángulos, hexágonos. Fortaleza de lucha.
Oaxaca es de pueblos. Así que todos los días se pudiera visitar cada entidad en donde su producto líder es explicado. El pueblo del mole, el pueblo del barro negro, el pueblo de la alfombra, el pueblo del mezcal, el pueblo del chocolate, el pueblo del alebrije.
Y después de tomar por la cintura a todos, pude hacer mi elección. Mi preferido. Mi favorito. San Martín Tilcajete. Alerbrijes. Madera de Copal.
La historia nos cuenta que su creador, Pedro Linares, en su enfermedad de cama, soñó con figuras diferentes. Cuerpos y brazos mutantes con miradas arrolladoras y con los colores más opuestos. Dentro de su delirio, soñaba y hablaba. Hablaba hasta formar las sílabas de la palabra Alebrije. Sus hermanas se percataron de esto y apuntaron tan rara palabra en las hojas de rayas. Así, en la curación de sus males, Linares se hizo con la realidad de frente y decidió dar vida a las figuras surrealistas. Sueño y Arte. Arte patriótico que sólo nos pertenece por derecho. Porque somos mexicanos. Y los mexicanos adoptamos el sueño de Linares para darlo en orgullo.
En Oaxaca, varios discípulos de Linares comenzaron a crear su obra. Mi visita fue elegida con la antelación para conocer al famoso Maestro Jacobo Angeles. Y ese día comprendí lo delicado e importante del azul cobalto, del rosa mexicano, del gato mitad león, del elefante con piernas de insecto. Jacobo Angeles y su taller son como el cofre de los deseos. Extranjeros estudiando su arte en mesas rurales con la precisión que tiene una hormiga para cruzar el agujero de planta. Todos, con la concentración de un astronauta, siguiendo a Jacobo. Con un caballo de mezcal, Angeles explica todo el procedimiento, como pócima de ungüento salvador. Con las manos más trabajadas que he visto, con el cariño que se puede tener a un niño recién nacido. Obras que tardan entre tres a cuatro años en terminarse con paciencia microscópica. Angeles tiene los dientes blancos. Muy blancos. Y se notan cuando sonríe para presentarte en sociedad a los nuevos seres mitológicos.
Su paciencia ha dado fruto y sus obras ya descansan en lugares importantes del mundo. El reconocimiento viene después, después de horas de silencios, de bocas selladas, de miradas amarillas de esperanza. Siempre viene después, de la lucha diaria en la cual se hace a golpes de cincel y un trozo de madera de copal.
Terminando la vista de más de tres horas, decidí que era momento de la famosa quesadilla. Necesitaba poner en orden mis pensamientos que tenían todos los colores cruzados. El mezcal ayudó también a entender que en la tierra dura del sur, donde las manecillas apenas caminan, existen enamorados de los quehaceres diarios que no se distraen con Tlayudas. Existen apasionados que ven que el corazón traspasa la camisa que se manchó en el mercado. Existen los dientes con la blancura más orgullosa de saber que alguien del norte que llegue tendrá la paciencia de apostar muchas manecillas con el asombro más ancho. Existen los forjadores de leyendas que hacen que extranjeros convivan de diario. Existen los que sellan con mezcal el orgullo de una visita Rosa Mexicano.
México. Mi México. Tan lleno de sabor, de olor, de color. Tan lleno de azul cobalto. Tan limpio superficial para lavarlo de rato. Tan surrealista de verdes.
Y tan sangrado siempre al compás de una Tlayuda.
Belleza de escrito, lleno de tradiciones, arte y color…Nuestro México!