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De oro, rojo y jaibas…

Hace un tiempo fui invitada a las Bodas de Oro de una pareja amiga de familia, de esas que visitan cuando vienen, que ríen, comen, cantan y recuerdan anécdotas de juventud de progenitores. Ellos desde siempre, asentados en Tampico, Tamaulipas.

Tampico es jaiba, río, ocaso, dueño de calles peatonales paralelas, playas sencillas y panteones que se burlan de restaurantes. O restaurantes que contestan a la burla del panteón y que llevan nombre del contrincante.

Seis horas de carretera en un extremo estado de inseguridad fue la odisea, esa que se narra con la abstinencia de tomar líquido para no bajar a sanitarios. Y lo logramos. Sanos y salvos llegamos con sandías en la cajuela y las ganas inauditas de deleitar la mejor comida de mar para adentrarnos al descanso en el Hotel Camino Real. Mi sorpresa ante este hospedaje fue el maravilloso libro que estaba en la habitación. Uno genérico, uno de hotel. Soy de las que siempre busca estos detalles y que no se asombra mucho, ya que el universal es la Biblia. Siempre cuestiono lo mismo. ¿Qué tan perdidos estamos que se necesita un ejemplar así en la mayoría de las ciudades? ¿Será acaso que se busca la doctrina ante la diversión y el descanso? No lo sé, lo que sí sé es que termina siempre en el cajón cerrado.

Este libro era diferente, contaba los hechos que ahí sucedían un 9 de Enero de 1939. En el puerto de Altamira era recibido un extranjero que pactaba paz, que comprometía ideales por un lugar callado. Creador del ejército rojo y franco contrincante de Stalin, Leon Trotsky y su esposa Natalia tuvieron que hacer un circo viajero de su huída. Noruega, Francia y Turquía fueron lugares pasajeros para que el ruso pudiera llevar su vida anónima, pero cada vez era descubierto por el temido Stalin hasta que con toda esa fama, toda esa historia, convencería a dos artistas mexicanos de que su lugar correcto era nuestro México.

Frida y Diego, con públicos intereses comunistas, amaron la idea de que nuestros valles y bosques albergaran al personaje, y no sólo eso, que fuera recibido por todo lo alto, por todo lo ancho. Y así pasó.

Lázaro Cárdenas siempre será recordado, entre muchas otras cosas, por ser el mandatario que abrió los brazos a los exiliados artistas de segunda guerra, a las ideologías que no encontraban eco, a los que no serían protegidos y que en este preciso caso, entre jaibas y Pánuco, posarían para la foto de El Heraldo.

Frida, tan libre y tan encerrada en su Diego, Diego, tan muralista y tan travieso de mujeres, dos personajes, dos que hacen eco en el mundo, dos que se odiaban con tanto amor que los portazos sonaban a gloria, las ofensas a poesía, los murmullos a tazas de café en el extranjero. Dos tan tehuanos, de lino y flores, que justo ese 9 de Enero se hospedaron en el mismo hotel que yo visitaba. Ellos acudían con reporteros y gobierno representado para recibir a los personajes rojos en el puerto, venidos en el buque llamado Ruth, uno que habría cruzado el atlántico. Después de la pose y la entrevista, el amigo de Lenin descansaría en el cuarto 203 del Hotel Imperial, hoy con nombre de Camino. Con todos los artilugios dignos de una película detectivesca, el camarada sería llevado a la capital despistando al posible enemigo. Que si un vuelo lo llevaría, que si un tren transportaría, que si una bicicleta con disfraz sería mejor. Pero sólo Cárdenas y la pareja de amantes lo sabían. Un tren de madrugada los llevaría por ciudades al azar para que la llegada a la federativa entidad fuera temprano por la mañana. De ahí, a la casa Azul, y el portazo que era amor, ahora eran de protección ante un vaivén de rumores de nuestra nación albergando al oriundo habitante del país del vodka. Apasionante.

Pero yo estaba ahí, muy cerca de la pernoctación del mismo y con un retraso para poder arreglar mi persona para el festejo. Pero al día que seguía ya estaba de curiosa con preguntas e investigaciones que convencieron al encargado de turno para mostrarme las habitaciones usadas y un archivo de fotografías para mi deleite. Con las sandías esperando en la cajuela quise imaginar el nivel de conversaciones que esas habitaciones tuvieron. Las avanzadas enviadas, dijo el encargado, fueron muchas. Para instalar artefactos contra bombas, para que se controlara la llegada de otro huésped, para evitar que las paredes blancas se pintaran de rojo.

Comió jaibas, según archivo, y vino tinto. Usó el agua del hotel, el aire acondicionado del hotel, los cubiertos, platos, camas y sillones. Era Rusia en México. Frida y Diego, satisfechos de su nuevo protegido, hicieron lo mismo, pero ella agregaba paseos en los jardines con sus faldas largas, oliendo las flores, pintando imaginariamente el momento.

Finalmente tuve que regresar, imaginé las cenas de la casa Azul y la colecta que se hizo de amigos del comunismo para albergar a la pareja blanca en la calle de Ámsterdam, esa que hoy es museo gris y que es de lo más interesante que mis ojos han visto.

Ahí yacen los artefactos que el ruso usaba para comunicarse, los utensilios de diario vivir y su recámara todavía con huellas de los balazos con que fue asesinado. Se cuenta que Siqueiros, otro muralista, rival de Diego, convencido que el rojo no era lo que México debía de proteger, estuvo dentro de ese equipo. Y se cuentan muchas otras cosas. Pero los hechos siempre son los que dan fundamento a nuestra vida. El que hoy narro es simple: me albergaba cerca de la habitación del ruso escapando de Rusia, protegido por mexicanos de México y que fue recibido por flores y colores en un puerto de Tampico.

Y los hoteles seguirán albergando biblias en cajones para prometernos que fuera de eso se buscan otras historias alternativas. Historias contemporáneas que se sabe que sucedieron.

Y las bodas de oro significan vidas unidas. Y en México muchas vidas fueron unidas ante ese 9 de Enero de 1939.

Siempre hay alguien que te espera…

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