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Cuando una carta describe lo que algunos sienten…

-«Antes de que yo, por libre voluntad y en plena posesión de mis sentidos, abandone la vida, me siento obligado a cumplir un último deber: agradecer desde lo más íntimo a este maravilloso país, Brasil, que nos haya ofrecido a mí y a mi obra un lugar tan magnífico y acogedor. Cada día pasado aquí ha contribuido a querer más a este país, en ningún otro lugar hubiera deseado reconstruir mi vida de nuevo, después de que el mundo de mi propio idioma se derrumbó y mi hogar espiritual, Europa, se autodestruyó. Pero tras cumplir los sesenta hacen falta muchas fuerzas para comenzar totalmente de nuevo. Y las mías están agotadas por tantos años de errar sin patria. Por eso considero mejor cerrar a su debido tiempo y con actitud erguida una vida en la que el trabajo intelectual y la libertad personal me han dado las mayores alegrías y me parecen el más alto bien de esta tierra. ¡Saludo a todos mis amigos! ¡Ojalá lleguen a ver la aurora tras esta larga noche! Yo, excesivamente impaciente, me adelanto a todos ellos».- Stefan Sweig.

El poder de una carta es enorme. Amores se han recolectado a través de líneas y letras, desvelos de impaciencias, redacciones de esperanzas. El amor epistolar surge desde hace muchos años cuando lo secreto predominaba a lo público. Amantes podían sumergirse en un vaivén de timbres postales y la figura de un cartero significaba el logro de unas letras apuntadas.

Existen también cartas de despecho, de finales, de puntos finales. Cartas que exhiben  guerras, que se reducen a tratados y acuerdos entre varias naciones. Las cartas son el sello de blanco y negro de un hecho consumado u otro que espera ser cometido. Y las cartas viajan, vuelan, se apilan, se acomodan y llegan al destinatario final para guardarse entre las páginas de un libro que rememora el acto señalado. Las cartas significan recolectar momentos y recordarlos de una forma perenne.

Sin embargo existen cartas que siendo escritas por el puño y letra del autor merecen una atención atinada. Cartas que describen que el final llega por la misma mano que escribe las palabras más bellas, los poemas más fieles, los ensayos más certeros.

Esta semana conocí la historia de Stefan Sweig, un escritor, poeta, dramaturgo, ensayista y traductor austriaco de origen judío. En 2023 su obra pudo ser lanzada al dominio público y relata la exquisita carrera que este tenía en las letras. Pulcro, veraz, dedicaba parte de su tiempo a recolectar datos para escribir las más nobles biografías. Balzac, María Antonieta, Fouchè, María Estuardo entre otros y con las mismas poder articular las películas de Hollywood que tanto nos apasionan. Tradujo la obra de Baudelaire y fue estrecho amigo del Nobel Herman Hesse. El conoció al mismísimo Lobo Estepario.

Así que una carrera limpia de literatura nombrada en los grandes círculos debería de culminar, a nuestro juicio, con días finales felices, en una casa pequeña a las orillas de un lago con una ventana que tenga suficiente sol de tarde. Una máquina Olivetti y muchos diplomas en la pared. Café cargado, jardines aromáticos y risas.

A veces se pide mucho. A veces pedimos mucho.

Stefan tenía algo bajo su hombro que muchos no compartimos. Un hombre que apuntaba a la limpieza de población que profesase la vida judía. A él se le tuvo que enviar con paloma mensajera la misiva de salvar su vida con maletín en mano y muchos papeles desordenados. A pesar de eso, creaba, extenuantes escritos inventaba, buscaba, indagaba y traducía. Brincaba de ciudad con su casa en la espalda cada tiempo en tanto y así logró esquivar esa famosa chimenea de gas tan fotografiada por los más macabros lentes.  El no marchaba en un campo, el marchaba en su camino.

Su meta como la de muchos era vislumbrar un navío que lo llevara a América. La tierra con el cielo más azul, el pasto más verde y los pájaros más amarillos.

Y lo hizo. Pero lo hizo cansado de migrar, de huir, de correr. Su trabajo le permitió saltar el atlántico para gestionar una serie de conferencias que hablaban de los descubridores del mundo americano. Simplemente se enamoró del continente. Decía que si el paraíso existiera, sería este.

Entre barreras, sombras, monedas y callos en los pies logró establecerse en Petrópolis, una ciudad pequeña cercana a Río de Janeiro. El trataba de ser feliz con su esposa y sus letras.

Pero existen personas que se cansan, se cansan mucho. Se cansan de huir, de la protección ansiada, de unos ojos que miran con odio a una raza completa.

El pavor que sentía por Hitler y la dispersión del fascismo que se propagaba como fuego en plástico hizo que el famoso austriaco pusiera un alto en su mente. Ya no quería luchar, ya no quería seguir.

Junto con su esposa decidieron poner punto final a un camino tan agreste, tan oscuro, tan imperfecto.

Su carta muestra el otro lado de la moneda, el lado de personas que ya no quieren seguir en un mundo negro, negativo, injusto y cruel.

Existen mentes que pueden comenzar de cero, algo nuevo, algo innovador. Un nuevo trabajo, un nuevo atajo, un nuevo estudio, un nuevo amor. Pero lo elemental, la estructura, el cimiento, la casa, son los mismos siempre. Se puede comenzar de cero cuando existe un respaldo y una pertenencia.

Comenzar de cero de raíz y varias veces es algo que no hemos realizado. El exilio sin respiración, la huida nocturna, el tren sucio y el hambre de tocar tierra no han formado parte de la biografía de muchos. Para otros es el pan diario y el agua buscada en charcos.

Así que bajo esa promesa de ser y no estar Sweig decidió poner un final. Su carta ha sido analizada por muchos grandes del mundo de la literatura pero yo lo hago como un simple ser humano.

No puedo criticar lo que no he vivido y no puedo escribirle a algo que no he evidenciado. Lo único que puedo hacer es invitar a la compasión diaria de saber que como él hoy hay muchos que viven sin aliento y sin esperanza.

Hoy recuerdo que Stefan vivió atrocidades pensando que el mundo permanecería así. Que no habría un punto final.

Hoy pienso que la razón lo asistía. Hoy escribo pensando que muchos están, en estos momentos, cargando su casa a cuestas por las necedades de unos ojos afilados que buscan que sus dominios crezcan.

¡Saludo a todos mis amigos! ¡Ojalá lleguen a ver la aurora tras esta larga noche! Yo, excesivamente impaciente, me adelanto a todos ellos».- Stefan Sweig.

Siempre hay alguien que te espera…

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