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Cuando la soledad le habla a un sándwich…

El fenómeno de soledad tiene muchas aristas para ser dimensionado. Está por un lado esa soledad buscada de momentos en los cuales se necesita hacer silencios al estilo de Virginia Woolf y su habitación propia propuesta para estar en momentos alimentándonos de nuevo para poder salir a caminar nuestro mundo con más fortaleza. Existe también la soledad de investigación, esa que te fuerza a estar en un proceso creativo en el cual el barullo estorba. La soledad del escritor, el que tiene como pasión el encerramiento en un cuarto para que las letras dancen y salgan del tablado interno. Soledades buscadas, soledades elegidas, soledades que son de rato, de horas, a veces de días y que se cobijan con la esperanza de la temporalidad.

Pero existen también soledades forzadas, esas que no tienen a su lado la opción de escogerla, esa que empuja a seres humanos a salir de su entorno en búsqueda de uno mejor y que por desgracia, esa mejoría no se plasma en la realidad.

Hace varios años visitaba una ciudad que invita al ocio, cultura, barullo social y consumismo de diseñador. Esas ciudades, siempre lo he dicho, son transitorias si se tiene moneda en cartera; al carecer de este medio, son la crueldad más feroz, más tácita…

Francia y su París de moda y euros, cafés repletos de pláticas culturales y de olores novedosos de apellidos de mujer y hombre. Pero estaba yo, como siempre, analizando, tratando de cortar momentos de mi soledad buscada para la lectura de un buen libro y su acompañante por excelencia, el café. De pronto advertí a una señora de mediana edad, de físico que no cuadraba con el de mayoría, sucia, casi ciega, con la ropa rota y en su mano, un sándwich. Uno de tienda, de Carrefour City, del abarrote de esquina. Por el aspecto de la comida pensé que ella, minutos antes, lo habría tomado de algún basurero. Ella conversaba con él. Conversaba como si el bocado y tuviera vida propia y dialogara de reverso. La conversación duraba varios minutos, muchos minutos y mi libro tuvo que tener un compás de espera porque mi corazón y cabeza no podían asimilar la tristeza de ver un ser humano con dicha soledad. Traté de hacer contacto visual con la mujer y ella lo evadía. Traté de acercarme para distraerla y ella me huía. No quería, ella simplemente no estaba más en esta realidad de mundo que vivimos.

Me pregunté cuántos más existen así. Muchos. Sin querer entré en un diálogo igual que el de ella con la única diferencia de conciencia por sándwich. Las conclusiones de una soledad así son fuertes.

Malos gobiernos, tan malos que su gente huye con lo que tiene en bolsa, sube a una barca de papel y arriesga su aliento a una tierra que pueda ser más firme. Llegando a dicha tierra prometida, un mundo que habla otro idioma, un mundo que no acepta que la tez sea diferente y una esquina que espera a que la adornen con su silueta y pregones con un vaso de yogurt sucio la moneda del caminante. Y dichas almas dejan de tener alma y corazón, sólo buscan que cada día algo de alimento toque su boca.

Y la soledad así, de esa que te coloca en el lugar de no tener nada que perder, esa que te grita que la pertenencia, tu pertenencia no existe, que no eres incluido, que no eres invitado puede convertirse en un reloj segundero.

Terroristas se han creado así, con unas monedas a cambio pueden negociar su vida con tal de asegurar el sustento de su familia que se quedó cercada en el país del mal gobierno. ¿Qué más se pierde? Nada. Así que un simple diálogo observado me disparó toda la ternura y compasión que en ese momento necesitaba.

Porque falta ternura a esos ojos casi ciegos que bien podrían ser sonrisas. Porque un simple contacto visual puede hacer que esa persona sienta que su silueta es aceptada.

Hace muchos años el artista Santiago Sierra hizo un experimento que involucraba algo similar. Fue en la Galería Lisson en Londres, una de las más caras y de mercado VIP. El performance consistió en enviar invitaciones lujosas a los invitados selectos para un opening cierta noche. La sociedad acudió a su arreglo de moda y llegó puntual a un espacio que estaba cerrado. Hierro corrugado con candados y sin que nadie tuviera la cortesía de al menos poner una alfombra roja. Ellos buscaban primera página de social, Sierra les daba con portazo en las narices. Después de unos minutos el lugar se abrió sin preámbulos a una conversación profunda de las reacciones sentidas:

Rabia, incertidumbre, decepción, enojo, fueron algunas palabras dichas por los asistentes.

Y con el sándwich entenderás cómo finalizó la introspección colectiva inglesa…lo mismo, decía el artista, eso mismo sienten otros cuando tú pasas sin detenerte. Pero el enojo de unos es diferente al enojo de otros. En los ingleses VIP se resolvería cambiando de lugar y siendo transportados por choferes en carro oscuro. El los otros, es esa acumulación de saberte no integrado, saberte que el paisaje tiene una mancha hecha por ti.

Ojalá que las manchas se laven en un mundo que tiene actualmente tantos países con tanta gente que no quiere vivir nunca en ellos. Porque todos somos migrantes, o alguna vez lo fuimos, o los anteriores a nosotros lo fueron. Todos hemos migrado de situaciones, de amores, de personas y de grupos. Y todos buscamos que nuestra mancha sea combinable en el entorno. Todos lo somos aunque a algunos les digamos extranjeros siendo el caso, el mismo.

Por todos en Irán, Ucrania, Rusia, Afganistán, por todos los Centroamericanos, los del sur que es más ingrato que el norte, por los jóvenes que buscan oportunidades en otros países, por los que cruzan mares por amor. Por los ojos abiertos de muchos que sólo quieren que un sándwich sea definido como una comida casual y no un compañero de vida. Por todos los que hoy necesitan tu contacto visual y tu sonrisa.

Nunca olvidaré a esa mujer caminando triste en París. Nunca lo haría porque ella me recuerda lo que mi mano es capaz de hacer.

Siempre hay alguien que te espera…en otro lugar.

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