Skip links
 
 

Cuando el Poder contiene una Capa Roja…

La ropa tiene su historia. Cada pieza que compone el guardarropa contiene un sinfín de momentos, de relaciones, de viajes, de diálogos entre los que están presentes al momento de adquirirla. O más bien soy yo la que gusta de poner significado a cada pieza que compone el armario, ese santuario donde cada día escogemos cada pieza para enfrentar al mundo, a la vida. Ese diálogo interno cuando logras componer la imagen del día es sin lugar a dudas uno de mis favoritos.

Soy partidaria de cuidar lo que se tiene, de querer cada compuesto, de mimar la persona a través de las texturas de las telas y de la admiración de los colores. Y con esta idea entrego este escrito, porque esta semana escogí mi Capa Roja para portarla de forma sencilla pero contundente, una capa que contiene una de las historias más fuertes al momento de comprarla.

Primero definiría con cuidado la capa. Es roja, de largo mediano, de lana suave pero firme. Tiene adornos en color azul cobalto en las hombreras y bolsillos y también, botonadura dorada oscura. Un clásico diferente. La simple capa hace que el atuendo más sombrío se llene de alegría. Me gusta mi capa, me gusta usar mi capa.

La historia de esta pieza clásica sucedió antes de la Pandemia en una de las ciudades más completas del mundo. Ventana al Universo, ciudad chica en donde se recuerda que las tres religiones más importantes convivieron en santa paz.

Católicos, musulmanes y judíos imagino, caminaban de frente en el enramado de calles de cuesta arriba, y de cuesta abajo, y a los lados, los descansos. Tan llena de arte, tan escogida por el Greco para que sus murales de iglesia nos recordaran entierros de condes y santos delineados al color extremo. Toledo. Un tren de cercanías de 25 minutos desde la Atocha nos lleva a la estación mudéjar limpia, soleada y donde esperan un sinfín de taxis para trasladarte al corazón de la ciudad. Saben que nadie en sus cinco sentidos se atrevería a subir con maleta en mano esas serpientes de roca color miel. Saben que quien lo hace llega sin oxígeno en los pulmones y con el ritmo cardiaco al son de canción arrítmica.

Toledo es sin duda ese cachito de vida diferente, de comida diferente, de lo clásico, de las corridas de toros más famosas donde los artistas llegan a ocupar los primeros asientos de la famosa Plaza de Toros. Es el ajetreo de turismo si se elije mal la fecha de visita y los restaurantes con las filas más largas. Pero también es dueño de tiendas donde se encuentran tesoros, esos que no se ven en capitales, tiendas que sólo pueden existir en el ritmo de una ciudad artesanal, de piel y hierro, de telares, de lanas tejidas, de oro hecho arte. El oro, mezclado con negro, tan característico de su vientre y tan comprado de suvenir.

Caminaba por la plaza mayor hacia el sur para poder llegar a la exposición de artistas locales, locales pero exiliados, que necesitaban vender sus piezas para lograr el día. Algo en un aparador me detuvo. Una capa roja. Tienda pequeña, con aire de abuelos, olor a púrpura y madera. Yo tenía que ver ese espectáculo de tela que colgaba tan segura en un gancho antiguo perfectamente acomodado. Sí, soy víctima del sentido visual, pero si el sentido de tacto lo acompaña es ahí donde los vendedores saben que harán conmigo lo que quieran. Toqué la pieza al momento de poner el pié dentro y ahí decidí que era mía. Mi gusto fue tal que olvidaba por un momento que el mundo se rige por mercados y por la escala de la compra – venta. La vendedora inmediatamente quitó la pieza del aparador y estoy segura que identificó en mis pupilas mi gusto.

-Tengo otras piezas atrás, estoy segura que querrás verlas y además, tienen descuento.-Bingo. Los tesoros escondidos en las partes profundas de las tiendas son para mí como la apertura de baúles en casas de abuelos. Ella comenzó a mostrar prenda tras prenda y logró convencerme de una casi igual pero con estampados amarillos con el mismo azul. Esa también se iría conmigo en una bolsa de plástico con las letras Made in Spain.

Pero había un saco muy estiloso, muy estrecho, muy escandaloso. La vendedora sin preguntarme lo tomó y me lo puso de la forma más sutil.

-Este, para mí que lo luces porque eres alta, míralo bien.-

El espejo no mentía. Era un saco estilo militar, muy justo, muy abrumador. Herrajes dorados, cuello cerrado, corte de guante pero de milicia que se encuentra en las esquinas del desfile de fuerzas armadas. Inmediatamente expresé mi sentir porque aunque era perfecto chocaba con mi personalidad.

-No. Este no, parezco Franco.- Expresé.

Juro que el silencio después mencionar ese apellido fue sepulcral. Sentí que las escenas de películas donde repentinamente el silencio aparece y todos se quedan inmóviles eran reales y no ficticias. Todo se quedaba mudo, estático. Mi acompañante me miró en sentido empático y la vendedora se acercó a mi oído y me dijo: –Aunque no lo creas, todavía hay gente fanática de él, pero no te apures, yo te sigo corriente si algo pasa.-

Había dos señoras de muy avanzada edad vestidas de negro, con velo de encaje, rosario en bolsa. Ellas mantenían un diálogo de cuchicheo mirándome. Pensé que se persignarían cuando vieron que avanzaba a la caja para pagar mis dos capas. No lo hicieron, pero seguramente lo pensaron.

De mirada profunda como cuchillo, se colocaron a mi lado y siguieron con el diálogo estrecho. Una de ellas, la más atrevida comenzó a indagar mi identidad y porqué me atrevía a hacer semejante burla ante la memoria del hombre que había ordenado en su tiempo cómo funcionaban las manecillas del reloj imperial.

-Soy mexicana, turista y con convencimiento propio de lo que digo.-

 Ignoré lo que siguió, la vendedora comenzó a mirarme de frente cobrando y platicando cosas triviales para suavizar la situación. Yo me limitaba a la charla con ella pero las dos mujeres seguían con su empeño franquista el cual ignoré hasta el final.

Ambas, con dificultades al caminar seguían mis pasos al salir de la tienda. Comenzaron por la cuadra que seguía, luego en el restaurant en el cual comía, luego en la exposición que visitaba y así continuamente hasta que decidieron que su cansancio las vencía.

La capa roja, esa que me dijo que todavía por inverosímil que parezca existen amantes de épocas belicosas, de rezo y disparo, de encierro y lectura del libro permitido. Habrán tenido la suerte de que en sus familias ninguno pisó el cuartel de antesala de fusilamiento, pero eso a mí no me importaba. Me importaba solo el hecho de reflexionar sobre lo que cada uno defiende y hasta donde es el límite de ponerlo en práctica. Lo que defendemos, lo que para nosotros se valora y se apila de muro de roca ante un terremoto.

Las dos señoras estarían muy tristes porque en meses anteriores de este suceso se decidía por orden gubernamental sacar los restos del General del Valle de los Caídos para que fueran depositados en un lugar que no fuera importante. Recuerdo que muchos españoles entrevistados en TVE decían que los pusieran en bolsas de basura y se arrojaran a vertederos fuera de Madrid. Otros, que simplemente los acomodaran en las banquetas para que llegaran a ser suelo de zapatos pesados. Finalmente su nieta exiliada en Portugal llegó tan pronta para tomar a su abuelo en brazos y llevarlo a un rincón de la Catedral para dar sepultura. No había mejor lugar para él que este recinto, pensé. Adecuado, ideal, de pertenencia y complicidad.

Almodóvar enfurecido comenzaba una campaña de cine para insistir en los muertos de esa época. Comenzó a señalar en las fosas con restos de familiares, de familias, de las familias. Y se logró comenzar un sinfín de excavaciones por toda la Península para descubrir los polvos grises que una vez fueron parte de un cuerpo que tenía un alma que gritaba a todo pulmón que no estaba de acuerdo con el hombre que tenía el cuerpo corto y su alma desvencijada y que por ese simple hecho, su boca era tapada en pelotones de verdes y piel marrón.

Seguramente ellos también hubieran rechazado ese saco de lana tan sobrio y elegante que una turista mexicana se quitó de inmediato.

Al día siguiente de la compra de capa roja, el Presidente en turno Mariano Rajoy era removido por moción de censura de su cargo. Era viernes. Un viernes sin Presidente, lo apodé. Hasta el sábado se decidió por Congreso la entrada del nuevo, de Pedro Sánchez.

Pero ese Viernes sin Presidente estaba soleado, tranquilo y con diálogos de vendedores y comensales tan absortos, tan incrédulos. Su deseo era cumplido. En un tris – tras ese líder tan criticado desaparecía de la faz política.

Pensé que estaría pasando en la mente de las señoras de negro que siguieron mis pasos. Qué cuchicheo las ocuparía y a qué hora asistirían a misa.

Era viernes, un viernes que por la noche refrescaba y que permitía que estrenara mi prenda que me hacía sentir en mi caminar que las ideas se defienden y que si algo extraño sucede, puede ignorarse hasta ver que los pies de otros se cansan de seguir…tus pasos.

Siempre hay alguien que te espera…

Deja un Comentario...